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El diablo se esconde en una sala de profesores

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Un pro­fe­sor de in­glés en Ma­drid lucha por con­tro­lar a su de­mo­nio in­te­rior. ¿Cuán­to tar­da­rá en caer la más­ca­ra y quedar expuesta su ver­da­de­ra na­tu­ra­le­za? 

Como dijo aquel: el mejor truco del Dia­blo fue con­ven­cer al mundo de que no exis­tía. Ahí sen­ta­do, mien­tras me ofre­cían un pues­to que me con­fia­ba la edu­ca­ción de adul­tos y niños, me al­can­zó de pron­to la cer­te­za de que Lu­ci­fer no actúa solo a la hora de per­pe­trar sus tre­tas en­ga­ño­sas. Pues el mejor truco de Dun­can fue con­ven­cer al mundo de su pro­pia exis­ten­cia. Sí, lo hizo; pero para ello tomó la forma de un ser res­pe­ta­ble, de­cen­te y ama­ble. El be­ne­vo­len­te reino de la en­se­ñan­za es­ta­ba a punto de dar la bien­ve­ni­da a su más re­cien­te re­clu­ta.

Un mi­nu­cio­so exa­men

Todo co­men­zó con una en­tre­vis­ta que iba a requerir de mí son­ri­sas sin­ce­ras y no­bles de­cla­ra­cio­nes. Pero, con­for­me me pre­gun­ta­ban qué po­dría ofre­cer­le yo a la es­cue­la, me volví Ma­quia­vé­li­co. Mi mente no echó mano de esas res­pues­tas que había estado ensayando, sino de una lista de atri­bu­tos com­ple­ta­men­te di­fe­ren­tes.

- Un pro­fun­do y de­ci­di­do deseo de hacer lo mí­ni­mo para con­se­guir el má­xi­mo re­sul­ta­do.

- Una pre­dis­po­si­ción a mur­mu­rar las más irrelevantes ocu­rren­cias. Y que nadie pu­die­se oírlas, y no di­ga­mos ya en­ten­der.

- Una ac­ti­tud tí­mi­da e im­pa­cien­te que se­gu­ra­men­te iba a dejar a los otros pro­fe­so­res pre­gun­tán­do­se por qué un es­tu­dian­te en prác­ti­cas se es­ta­ba de­di­can­do a pre­pa­rar lec­cio­nes. Lle­van­do un dis­tin­tivo iden­ti­fi­cán­do­le como pro­fe­sor.

Per­ver­so. En el mismo ins­tan­te en el que debía pre­sen­tar­me a mí mismo como un ejem­plo de com­pe­ten­cia, mire en mi in­te­rior y vi una ver­sión de mí to­tal­men­te dis­tin­ta. Aque­llo olía a caso fla­gran­te de au­to­sa­bo­ta­je. Fi­nal­men­te, dije algo sobre fia­bi­li­dad y, con la só­li­da po­si­bi­li­dad pen­dien­do sobre mí de que la en­tre­vis­ta­dora no hu­bie­se en­ten­di­do una pa­la­bra, con­ti­nua­mos.

-¿Qué clase de es­tu­dian­tes pre­fie­res?

Una pre­gun­ta bas­tan­te sim­ple, y aún así era un cebo ten­ta­dor. Hice una pausa de­li­be­ra­da, y con un deje nos­tál­gi­co y pen­sa­ti­vo miré hacia un lado.

-Hmm...

Mi en­tre­vis­ta­dora lo ig­no­ra­ba, pero en con­tra de mis más te­na­ces de­seos, me es­ta­ba aden­tran­do en un banco de me­mo­ria colmado de ins­tin­tos pri­ma­rios y narcisismo. Me mordí el labio, per­di­do entre los re­cuer­dos de las chi­cas es­pa­ño­las e  ita­lia­nas  que ha­bían asis­ti­do a mis cla­ses du­ran­te mi pre­pa­ra­ción. Por suer­te, la en­tre­vis­ta­do­ra acla­ró la pre­gun­ta rá­pi­da­men­te.

-¿Se­cun­da­ria o pri­ma­ria?

Volví a res­pi­rar un poco mejor.

-Se­cun­da­ria. Me in­tere­sa poder pro­vo­car de­ba­tes y pro­mo­ver el diá­lo­go.

Oh, buena res­pues­ta, podía oir decir a mi álter ego y musa, si el diá­lo­go tu­vie­se que ver con dónde po­drían ir un vier­nes por la noche, o si el de­ba­te ana­li­za­se las ven­ta­jas de com­prar dro­gas en las ca­lles de Lon­dres.

Con esta con­flic­ti­va dua­li­dad con­ti­nué la en­tre­vis­ta. Y con ella me so­bre­vino una cre­cien­te sen­sa­ción de frau­de. Me sen­tía como en un es­ce­na­rio, ac­tuan­do para mí mismo. Un im­pos­tor in­glés lan­gui­de­cien­do bajo los focos del sol ma­dri­le­ño. Es­tu­dié a mi en­tre­vis­ta­do­ra. ¿Había con­se­gui­do en­ga­ñar­la con esta fa­rsa? Aque­lla era poco firme: yo era un lobo pro­fe­sio­nal cuyo dis­fraz de cor­de­ro era ape­nas unas gafas de pega y un bi­go­te falso. Ella pa­re­cía afa­ble, in­tere­sa­da. Puede que hu­bie­ra fun­cio­na­do. Puede que yo no fuera el único ju­gan­do a este juego del en­ga­ño. Acabé la en­tre­vis­ta con mi otro yo forzando una sonria en mi cara. Me es­ta­ba di­cien­do que mis ar­ti­ma­ñas ha­bían sur­ti­do efec­to, y no cabía duda de ello.

Con­se­guí el tra­ba­jo. Pero si pen­sa­ba que aquel iba a ser el final de los in­ten­tos de mi lado dia­bó­li­co por sa­bo­tear mi deseo de ser una per­so­na res­pe­ta­ble, es­ta­ba, por su­pues­to, muy equi­vo­ca­do.

Un fren­te in­cÓ­mo­do

Vengo a la es­cue­la cada día lu­cien­do una son­ri­sa inocen­te, pero bajo la su­per­ifi­cie fluc­túa una brú­ju­la moral que es como un pén­du­lo en éx­ta­sis. Pensé en tomar pres­ta­do un libro de texto de la es­cue­la para me­jo­rar mi es­pa­ñol. Le pre­gun­té a una com­pa­ñe­ra, y me mos­tró ser­vi­cial uno que po­dría ser ade­cua­do para mí, in­for­mán­do­me de que solo me cos­ta­ría 20 euros. Mi de­mo­nio asu­mió el con­trol, re­cor­dán­do­me las no­ches que pa­sa­ba solo en la es­cue­la, y en los mu­chos li­bros que des­can­sa­ban en las es­tan­te­rías. Mi demonio me su­gi­rió que pro­ba­ble­men­te allí ha­bría un "des­cuen­to" de  20 euros.

Igual deam­bu­lo por la ofi­ci­na entre cla­ses y me en­cuen­tro una bolsa de ca­ra­me­los abier­ta en el es­cri­to­rio. Y estoy ham­brien­to. Estoy ham­brien­to, ¿vale? Así es em­pie­zan los pro­ble­mas...

-¿Qué di­fe­ren­cia su­pon­drán un par de ca­ra­me­los menos en la bolsa? ¡Nunca se darán cuen­ta! -oigo su­su­rrar en mi con­cien­cia.

-No, no los ne­ce­si­tas, abs­ten­te. Tie­nes 23 años. Es hora de aca­bar con este com­por­ta­mien­to -re­ci­bo como al­ter­na­ti­va.

Mien­tras entro en la clase, di­rec­to a por mi bo­te­lla de agua para ayu­dar a bajar los ca­ra­me­los, mi re­mor­di­mien­to es evi­den­te. Ni si­quie­ra te gus­tan de esa marca, pien­so yo, tris­te­men­te, para mí mismo.

Las fe­cho­rías me per­si­guen por Ba­bi­lo­nia como som­bras in­elu­di­bles. Un com­pa­ñe­ro, tam­bién pro­fe­sor, con fre­cuen­cia se de­di­ca a in­ves­ti­gar por In­ter­net acer­ca de los úl­ti­mos mé­to­dos y es­ti­los de en­se­ñan­za. A mí, por otro lado, se me puede en­con­trar a me­nu­do echan­do un vis­ta­zo a la sec­ción de de­por­tes de la BBC, des-in­for­mán­do­me y le­yen­do no­ti­cias que no ten­drán nin­gún im­pac­to en mi vida. En la sala de pro­fe­so­res hay su­mi­nis­tros para pre­pa­rar café y té. Un le­tre­ro en la pared ad­vierte de los pe­li­gros de no lavar tu taza des­pués de ha­ber­la usado. Y justo de­ba­jo del le­tre­ro re­po­sa mi taza. Sucia. Des­can­sa ahí or­gu­llo­sa y llena de des­ca­ro; un sím­bo­lo de por­ce­la­na man­cha­da que re­pre­sen­ta la co­rrup­ción de un en­torno en ar­mo­nía. ¿Cuán­to más tar­da­rán mis com­pa­ñe­ros en darse cuen­ta de que este menda no está muy lim­pio tam­po­co? Y ese jabón y esa es­pon­ja no ser­vi­rán para lim­piar­me. No del todo, en cual­quier caso.

Un pro­fe­sor, des­pués de todo, es el em­ble­ma de la mo­ra­li­dad. Pero, sen­ta­do en casa, ho­jean­do mi nuevo libro de texto de es­pa­ñol , mien­tras tomo apun­tes en un papel que pre­via­men­te había es­ta­do en la im­pre­so­ra de la es­cue­la, me doy cuen­ta de que no puedo aca­llar a mi de­mo­nio in­te­rior, y que­da­ré ex­pues­to pron­to. Mien­tras tanto, una lucha moral se está li­bran­do en mi alma: el Bien con­tra el Mal. Sí; es una lucha, ¿vale? Y no una par­ti­cu­lar­men­te igua­la­da.

Translated from Machiavellian mischief in a Madrid staff-room