Yo, una italiana en Nueva York en tiempos de coronavirus
Published on
Translation by:
Lourdes GilPara mí, todo empieza el 29 de julio de 2019, cuando desde la ventanilla rectangular del avión, digo “ciao” a la provincia del Véneto y, nueve horas más tarde, “hello” a la Estatua de la Libertad. Junto a mí, dos maletas para cuatro estaciones, y ninguna de ellas contiene guantes ni mascarillas. Ay, las tendencias son impredecibles… Relato de la crisis de la covid-19, vista desde Nueva York.
¿Quién sabe si Carrie Bradshaw se hubiera conformado con irse de compras a través de internet? Probablemente correría el riesgo de encargar un par de Louboutin en un número demasiado pequeño, de escoger una falda de Prada que le hiciese mal tipo, o, lo que es peor, de aguardar en vano la llegada del nuevo abrigo Louis Vuitton que han enviado por error al vecino. En cualquier caso, a la luz de los tiempos que corren, también ella habría tenido que adaptarse. Los únicos con la suerte de poner pie en la Quinta Avenida, de todas formas, son los maniquís de los escaparates. Y no es que tengamos nada que envidiarles: están congelados en los colores y fantasías de la moda del mes pasado, prácticamente atascados en el Paleolítico. Pues sí, porque, breaking-news, entre Sexo y Nueva York, la única opción que le hubiera quedado a Carrie es la primera.
Nueva York está lejos de su alcance, literalmente. Juro que tengo una imaginación de lo más ferviente, pero, por mucho que me esfuerce, es imposible visualizar un Nueva York desierto, bajo un manto que Carrie no tiene ninguna intención de comprar y que nadie querría en su propio armario. En la etiqueta pone “covid-19” y si miras el precio te quedas de piedra. No se estropea con nada, de hecho se adapta a cualquier cuerpo y se adhiere a todo tipo de pieles. No lo vimos desfilar en las pasarelas de las fashion-weeks invernales, pero sin que nos diéramos cuenta ha dado la vuelta al mundo. Hoy, a mediados de abril, en la temporada tan esperada para lucir camisas de flores y antebrazos bronceados, los EE. UU. presumen del número más alto de ventas de este artículo, Nueva York es la capital del mal gusto. Metáforas aparte, Estados Unidos cuenta con el número más alto de fallecimientos por coronavirus: la ciudad que nunca duerme es el nuevo foco global. ¿Cómo decirlo? Las peores modas son siempre las que más víctimas se cobran.
Rebobinemos
Para mí, todo empieza el 29 de julio de 2019, cuando, desde la ventanilla rectangular del avión, digo “ciao” a la provincia del Véneto y, nueve horas más tarde, “hello” a la Estatua de la Libertad. Junto a mí, dos maletas para cuatro estaciones, y ninguna de ellas contiene guantes ni mascarilla. Como dicen algunos: las tendencias son impredecibles… Durante meses juego a ser exploradora en plan Colón, o una turista sin escrúpulos, o una cosmopolita improvisada. Y así los días made in USA pronto se transforman, sencillamente, en mi vida. En ese proceso hay muchos primeros intentos, rostros que se vuelven familiares, segundas veces que se hacen terceras, y cuartas, y así sucesivamente. Pero por mucho que leo y releo cada una de mis to-do-lists, las palabras “pandemia mundial” no aparecen por ninguna parte. Y sin embargo hoy su marca es imborrable, están escritas y subrayadas a boli rojo.
Mi primer encuentro con el virus se produjo el 14 de febrero, una cita a ciegas ideal para San Valentín. Sin haberlo planeado, me encuentro en una de las esquinas más románticas de Nueva York: la Bethesda Terrace de Central Park. Estoy sola y contenta. Por el rabillo del ojo veo un chico con una cámara que se me acerca. Me propone grabar un mensaje de ánimo para las víctimas del coronavirus, la gripe que he oído nombrar de lejos y que está arrasando con China. “Everything’s-gonna-be-fine”: lo digo todo de una tacada, encantada de haber conseguido pronunciar la frase que durante meses ha hecho que se me acartone la lengua. El chico me da las gracias y se va, dejándome con mis sueños de gloria en el mundo del cine. Pero la emoción de la fama pronto es sustituida por la de una nueva aventura: ¡en pocas horas toca poner rumbo a California!
Me bajo de la nube
Vuelvo una semana más tarde, con la punta de la nariz quemada y la memoria del móvil hasta los topes. Es así como, de la nada, descubro que China no es el único país que lo está pasando mal. Mi hermano tiene que renunciar a la fiesta de su undécimo cumpleaños, mi abuela a sus paseos en bicicleta y al macchiato diario, mi amiga Fla a los pórticos rojos y a una nueva independencia en Bolonia. Todos vuelven a sus casas, y se encierran. El 6 de marzo, Lombardía y algunas provincias del norte de Italia entran en zona roja. Pero, papá, ¿qué ha sido de lo de “solo es una gripe, tranquila”?
Sonríen con amargura ante los vídeos de los bailes en los balcones, las pancartas con arcoíris, y los estantes huérfanos de harina.
Por primera vez, me bajo de la nube y al aterrizar se oye el ruido de un golpe seco. Uno de esos de los que al levantarse es mejor quedarse de pie que sentada, al menos durante un rato. En cuestión de unas horas toda Italia pasa a estar en zona roja; la zona anaranjada caducó antes incluso de existir. Es oficial: mi país está sufriendo un ataque y yo, como muchos otros, ni me había dado cuenta de que estuviéramos en guerra. El sentimiento de pertenencia se me dispara cuando, a este lado del Atlántico, intentan venderme pistacchios sicilianos de Bronte a los que les falta una “c” y una “h”. El miedo crece al leer cada mañana titulares que hablan de cuarentenas, de declaraciones, de colegios cerrados, asaltos a los supermercados, mascarillas caseras, gansos cruzando pasos de cebra, positividad, emergencia, civismo, partidos de la liga anulados y, lo peor de todo, bares, pizzerías, heladerías, restaurantes, y osterías vacías.
¿Por qué “solo” nosotros?
Me invade, en cambio, el orgullo con cada “I’m so sorry for Italy” de mis “padres” americanos, urticante y repleto de un veneno llamado compasión; con cada pregunta sobre la salud de mi familia y mis amigos; con cada gesto de consternación cuando contesto que no conozco a nadie que haya dado positivo. Hasta me preguntan si estoy segura, porque creen que probablemente alguno me esté mintiendo. Sonríen con amargura ante los vídeos de los bailes en los balcones, de las pancartas con arcoíris, de los estantes huérfanos de harina. Veo a Anna Wintour aislarse tras la Semana de la Moda de Milán, observo cómo aplastan, tergiversan y machacan el nombre de mi país en los titulares de los periódicos y, en los que se le escapan al revisor de turno, noto que hasta añaden una nuevo adjetivo al estereotipo del italiano medio: además de devorador de espaguetis, pizzero y gesticulador que vocifera “ciao bella”, ahora también está “apestado”. ¿Por qué a nosotros? ¿Por qué solo a nosotros?
Vasco Rossi, LeBron James y la Littizzetto
El 11 de marzo, en la otra punta del mundo occidental, la palabra “prevención” empieza a emplearse como sinónimo de “miedo”. El presidente habla a su nación, sentado frente al escritorio que tantas veces hemos visto en las películas. Donald Trump anuncia que el viernes 13 Estados Unidos bloqueará cualquier contacto desde —y hacia— Europa. Obliga así al cantante Vasco Rossi a escapar de (https://www.ilrestodelcarlino.it/bologna/cronaca/vasco-rossi-1.5067362) Los Ángeles y a mis padres a olvidarse de visitar el puente de Brooklyn. Veo el discurso en diferido, en el móvil desde la cama, con las piernas cruzadas, como esos ciudadanos de los que no debemos tomar ejemplo, rezagados y sin televisión. Pero, a parte de que hay menos aviones que avistar cruzando el cielo azul, aquí la vida sigue de forma aparentemente normal. Solo hay un mayor consumo de agua para lavarse las manos y muchos paquetes de jabón cogiendo polvo en el garaje. Y entonces llega la recomendación maldita, que había revoloteado hasta ahora sobre nosotros como la espada de Damocles: evitar Nueva York, al menos por un poco, al menos este fin de semana.
Cerrar los colegios significa millones de niños sin la única comida garantizada del día, las calles sin turistas implican artistas callejeros sin manos vacías, los comercios con la verja echada significan miles de trabajadores sin permisos ni documentación en la calle.
Asiento, aunque en mis adentros sé que no podré renunciar a la ciudad, igual que LeBron James sabe que no podrá renunciar a su afición. Cuando le preguntan por la posibilidad de jugar sin público, como en Europa, lo deja claro: “I-play-for-my-fans”. Muy pronto, sin embargo, ni a LeBron ni a mí nos queda mucha elección. Se hace evidente que las frasecitas graciosas, el choque de codos como sustituto del apretón de manos y el sentimiento general de omnipotencia, de superioridad, no nos llevarán más lejos que las mentiras.
Pero la situación se pone seria, verdaderamente seria, cuando suspenden hasta el show de Ellen DeGeneres. Ellen, idolatrada casi más que si una diosa, deja a su audiencia en casa: el distanciamiento social está oficialmente en marcha. Los platós de los talk shows más famosos del país cierran sus puertas, primero rodando sin público, con unas risas enlatadas que, hay que decirlo, le hacen a una echar de menos los aplausos dirigidos, y, después, directamente desde casa. Así, las hijas de Jimmy Fallon, monísimas abucheadoras profesionales de su papá, se convierten en las princesitas de América, el garaje oscuro en el que se graba James Corden se vuelve el sueño de cualquier boy band en sus comienzos y el jardín en el que se aburre Ellen… Puff, es restregarle la opulencia en la cara a medio mundo. Con todo el respeto por la buena voluntad de Fabio Fazio y de Luciana Littizzetto, dos de los grandes cómicos de la tele italiana, en la asignatura de comunicación y entretenimiento los americanos se llevan un 10 redondo.
Otro Nueva York
El 16 de marzo es el primer día en el que ningún colegio del estado de Nueva York hace sonar el timbre de inicio de las clases. En mi cabeza alimento todavía la esperanza de que las dos semanas que han anunciado no se multipliquen como los panes y los peces. Sabiendo que sería la última, viví la semana anterior como si fuese verdaderamente el fin de mi vida: me aprovisioné de libros en la biblioteca, de champú y mascarillas en el supermercado, de paseos a la luz del sol y de la belleza de Manhattan vista desde mi parque preferido. Llega el nudo en la garganta.
Dejo de sentirme culpable por mi libertad, que en Italia ya no existe desde hace un tiempo, el día exacto en el que la cuarenta llama a nuestra puerta. Todo cambia en un abrir y cerrar de ojos. La situación pasa de “bajo control” a estar fuera de él. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué? No lo sé, pero todo el mundo se vuelve loco. En lugar de abalanzarse sobre los paquetes de levadura, aquí se pelean por las armas. Por lo que parece, los ciudadanos estadounidenses se toman al pie de la letra la frase de “el mejor ataque es una buena defensa”. La idea de verse privados de movimiento, de acción, de iniciativa, no les atrae ni lo más mínimo, y por eso corren a ponerse a cubierto, en un intento por sentirse protegidos. Pero, pregunto: ¿a quién le gusta sentirse impotente y atrapado?
Mientras tanto, me choco de frente con la otra cara de Nueva York. Cerrar los colegios significa millones de niños sin su única comida garantizada del día, prohibir el turismo deja a los artistas callejeros con las manos vacías, y los comercios comercios con la verja echada implican miles de trabajadores sin permiso ni documentación en la calle, el confinamiento significa personas hacinadas en apartamentos inhabitables con una higiene penosa. Traicionada por su propia velocidad, su propia eficiencia, su propia movilidad, su propia apertura multicultural, la ciudad de las luces hipnóticas, donde los sueños se cumplen sí o sí, de la piel de gallina y los escalofríos en la nuca, rompe a llorar y yo no puedo ni acercarme a consolarla. Soy como un niño que, en Nochebuena, baja las escaleras esperando encontrarse con Papá Noel, mítico y mágico, para darse cuenta, entreabriendo los ojos, de que no es más que su abuelo tosiendo con la tripa llena tras la mariscada de rigor.
¿Irá todo bien?
Han pasado dos meses desde aquel “todo irá bien” grabado en Central Park. Ahora que Tom Hanks ha dado positivo, que #iorestoacasa (#yomequedoencasa) se ha convertido en #stayhome y que coronavirus se lee coronav-ai-rus, todo parece más real, más oficial. Las cifras son crueles, por ello me limitaré a constatar que el número de muertos, positivos (conscientes e inconscientes) y contagiados en Estados Unidos es alto, y en Nueva York es para quedarse helado. Les guste o no, las barras y estrellas siempre terminan por asegurarse el puesto en lo alto del podio. Yo, sin embargo, estoy en el sofá intentando animarme con vídeos de cuando la nadadora Federica Pellegrini ganó la medalla de plata en los Juegos Olímpicos, y al mismo tiempo estoy aquí, a 40 minutos en tren de Nueva York, de esa ciudad maravillosa a cuyos pies caí rendida sin resistencia ni dignidad. Han excavado fosas comunes en el Bronx, donde en agosto visité el zoo y fotografié una familia de simios que se peleaba para luego hacer las paces. Hay un hospital de campaña bautizado “Comfort” haciendo compañía a la Estatua de la Libertad, allí donde, en septiembre, me cogí una insolación de las que te dejan en la cama una semana entera. La catedral de St John también se habilitará como hospital. Y quién sabe si harán lo mismo con St Patrick, que en diciembre me regaló la primera misa en inglés de mi vida. Han sembrado Central Park de tiendas y campamentos de asistencia, allí donde canté We-will-rock-you con los brazos al viento, loca por los rizos de Brian May.
El gobernador del estado de Nueva York, Andrew Cuomo, acaba de anunciar por lo menos otro mes de confinamiento, haciendo énfasis en el “por lo menos”. La gran manzana está mordisqueada y marrón. Está irreconocible, malvendida, se ha caído del árbol y nadie se agacha a recogerla. Pero a pesar de la tristeza gris en la que se sume cada día, en mi imaginación no ha cambiado ni un ápice, sigue roja y jugosa, la más rica de todas (y eso que a mí las manzanas no me gustan). A la espera de que cuiden bien de la ciudad y me dejen volver a verla de una vez por todas, con los ojos brillantes y las piernas temblando, una de las muchas preguntas que me rondan la cabeza es: En su cuarentena voluntaria, ¿Carrie Bradshaw lleva tacones o zapatos planos?
Translated from Io, italiana a New York ai tempi del Coronavirus