Como perderse una ocasión...
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Marion CassabalianO acabar sin cuidado una ampliación que hubiera podido, con una agenda mejor concebida, contribuir a la renovación del proyecto europeo político.
Con el resultado del referéndum irlandés, ¿debemos dar un suspiro de alivio o lamentar que el embrollo europeo que surgió en Niza no haya explotado bajo sus propias contradicciones? Como uno no sabe cómo la construcción europea, bastante más maniaco-depresiva que exitosa, hubiera digerido una segunda negación irlandesa, uno preferirá, el pragmatismo europeo obliga, que esto sea así. No satisfecho, pero perplejo. El método usado para manejar la ampliación y la manera de imponer la ratificación de Niza por los irlandeses como una condición sine qua non de la ampliación, dejan sentir un sentimiento de carencia de preparación, evocan una impresión de desorden y de torpeza. La ampliación, imperativo moral, última etapa del final de la historia, sueño finalmente cumplido por un continente herido, era ineludible, algo que nadie pone en duda. La ampliación constituye un final en sí mismo de la construcción europea. Los líderes europeos se concentraron en este proceso, que no es otra cosa que una ampliación de la Unión, sin cambiar radicalmente su naturaleza. Centrándonos en los medios, nos olvidamos de los fines: una construcción europea que tiende hacia una Unión ampliada - cuyas instituciones funcionan, se apoyan sobre los ciudadanos del continente entero, y que tienen un peso sobre la escena global - y no la ampliación en sí misma. El Tratado de Niza, que muchos consideran mediocre, es el resultado de esta lógica perversa. El Tratado no busca una Unión europea más funcional, sino capaz de integrar a diez nuevos miembros. Objetivo apenas alcanzado. El calendario adoptado para ver a Europa ampliarse no toma bien en cuenta las necesidades de reforma de la Unión. La ampliación debe ser hecha cueste lo que cueste, y poco importa si la Convención que tratará el futuro de Europa debe presentar mientras tanto sus conclusiones, como tampoco parece importar que los países europeos ratifiquen una Constitución, probablemente después del año 2004 con la entrada de los nuevos miembros. Estamos a punto de admitir a diez países en una Unión Europea mal preparada para acogerlos. Después de Niza y del Euro, la Unión no alberga ningún verdadero gran proyecto político susceptible de acercarla a sus pueblos (al menos hasta que la Convención ofrezca sus conclusiones). Funciona mal desde punto de vista institucional, y funcionará aún peor con 25 miembros. Sus capacidades están más o menos limitadas al establecimiento del mercado único, lo que la convierte en el blanco de las críticas dirigidas contra la Europa de los banqueros. Finalmente, y esto no es probablemente lo más leve de sus desventajas, su funcionamiento no se apoya en una legitimidad democrática indiscutible, sino, aún demasiado, sobre reflejos tecnócratas.
Quién va a pagar la factura, o la salsa de la ampliación tecnócrata
En vez de hacer de la entrada de los países de Europa del este en la Unión un momento verdaderamente histórico y una marcha común hacia un sistema político funcional y lleno de futuro para el continente entero, se decidió, por razones más o menos aceptables, limitarse a la integración mecánica y tecnócratico, acompañada por fases de transición que vuelven locos a los eurocrátas. Esta marcha técnica forzada es una ocasión fracasada, y sus consecuencias ya tienen repercusiones, y podrían ser más letales para la construcción europea que un no irlandés.
Primero, ya lo dijimos y repetimos, las instituciones que funcionan mal con 15 funcionarán aún peor a 25. Los deseos de reforma pueden probablemente ya estar enterrados. No hablamos aún sobre un CFSP, que de imaginaria pronto será fantasma. Luego, y las discusiones ásperas entre Polonia, la Comisión, Francia y Alemania sobre la PAC lo demostraron explícitamente (antes de que se alcanzase un acuerdo en el último minuto, con el gran descontento del Reino Unido), la ampliación no es más que una feria enorme de los comerciantes de alfombra, en la cual cada uno busca sus propios intereses. ¿Donde está el interés comunitario?
¿Dónde está la fuerza del proyecto europeo? Sólo dominan interés nacional y reflejos de conservación. La única pregunta es: ¿quién va a pagar la factura?. ¿La balanza presupuestaria de los fondos europeos será siempre positiva para el país? Allí está el verdadero desafío de la ampliación tal como él aparece. ¿Debemos recordar que no puede ser positivo para todo el mundo? Finalmente, esta ampliación será otra vez más (una vez de exceso) el resultado de un proceso burocrático, conducido por los negociadores de la Comisión y de los países miembros de la Unión, sin que por el momento los principales interesados hayan sido consultados.
¿Será necesario que Dinamarca, la República Checa, Irlanda, o hasta Francia dónde el 47 % de la población estaría opuesta a la ampliación (a el 1 de mayo del 2002), expresasen su desaprobación para que el proceso entero sea aplazado? La Unión necesita sus pueblos para construirse un destino que vaya más allá del simple interés económico tal como se presenta con el mercado único. Son ellos quiénes darán a la ampliación su legitimidad y demostrarán su necesidad, porque responde al deseo de los pueblos concretar un proyecto político mayor, y no los pequeños arreglos económicos entre amigos con poder de la esfera política y económica.
Europa ha muerto ! Viva Europa !
Volvamos un poco atrás y tengamos un sueño. Los irlandeses, de nuevo, dicen no al mal Tratado de Niza. Crisis en Bruselas, horror en el Este. Toda Europa lamenta la ampliación. ¿Toda? No, un pequeño grupo todavía resiste al euroescepticismo: la Convención sobre el futuro de Europa. Propone, para el año 2004, una Constitución Europea. No sólo un conjunto de reglas fundamentales que fijen la arquitectura institucional de la Unión, sino sobre todo un proyecto político para el futuro, en el cual los pueblos pueden reconocerse. Ninguna Conferencia Intergubernamental, o oscuras sesiones de negociación, guerras para adoptar en secreto un texto vaciado de su sustancia. No, un referéndum grande, del Océano Atlántico a los Urales, de Trieste a Stettin, para que la Europa de los pueblos adopte finalmente su tratado fundador.
Entonces, la ampliación toma todo su sentido. Europa del Este no entra en la Unión por la pequeña puerta. Sus pueblos son los fundadores de esta Europa al igual que los otros países miembros de la unión. Y para todos los ciudadanos, esta es la ocasión de ver a Europa algo propio y no como un diktat burocrático que los aplasta desde su distancia y sus reglamentaciones. Esto es sólo un sueño. Por breve que sea, deja entender que la ampliación no es el objetivo de la Unión, y para que se logre el éxito, tanto como proceso de ampliación como de Unión agrandada, hubiéramos debido dejarle más tiempo a la Unión para prepararse, porque es ella quien no está lista y no los países candidatos. Este sueño pone también en evidencia la importancia de la implicación de los ciudadanos en el proceso de construcción europea. La integración por sectores ha funcionado durante una época. Es necesario ahora construir la Europa de la democracia, que permitiría llenar muchos de los huecos de la Unión de hoy. Pero los líderes europeos escogieron, según su costumbre, hacer promesas a la Unión, que ellos mismos no podían cumplir. Su futilidad podría transformar la reconciliación del continente con sigo mismo en una adversidad comunitaria indigesta, en una ensalada rusa, al estilo de Bruselas, administrada a los pueblos con la cuchara grande de la Historia y el cuchillo del referéndum bajo la garganta.
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