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Boris Johnson, inglés Roma (ántico)

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El diputado y ex vicepresidente del Partido Conservador británico, Boris Johnson, de 42 años, suele disertar sobre la superioridad de la civilización europea y la necesidad de aprender latín en el colegio o de recuperar el garum.

Londres. Un busto de mármol blanco preside un minúsculo despacho frente al parlamento de Westminster. No deja de mirarme. De pronto se abre la puerta y desembarca un hombre como un huracán en la sala. Así que este es Boris Johnson, parlamentario inglés, cronista del Daily Telegraph, periodista, presentador de televisión y vedette donde las haya en el Reino Unido, tan querido como odiado por su excentricismo y su peinado convertido en imagen de marca. Quien fuera en su día redactor jefe de una de las revistas políticas más influyentes del país, The Spectator, ha regresado desde hace un año a su primera pasión: la política. Hoy, es el ministro en la sombra de Educación Superior de los Tories, en la oposición.

Justificando la reciente publicación de su libro The Dream of Rome (El sueño de Roma), Johnson comenta hasta qué punto “estaba obnubilado por el Imperio Romano, lo que me decidió a lanzarme a escribir”. Mi interlocutor, confortablemente instalado en uno de los sillones verdes de su despacho, es un verdadero freakie de aquella época histórica: en su obra va desgranando con vivacidad y sentido del humor toda una serie de contrastes entre la Roma antigua y la Europa de hoy. Llega incluso a recomendar el restablecimiento del latín como asignatura en la escuela.

Roma: ¿Gloria nunca igualada?

“Desde siempre, los dirigentes de las potencias europeas han rebuscado en su pasado histórico para hallar la confirmación de su supremacía”, me explica Johnson sin descabalgar: “al final, siempre terminan en Roma y comparándose a las grandes figuras que marcaron el imperio. Así es como afirman la preeminencia de su poder.” Si nos atenemos a las palabras de Johnson, la propia Unión europea considera a Roma como una referencia para sí misma. Los padres fundadores, Robert Schuman y Jean Monnet, podrían habe elegido Roma en 1957 para el firmar el tratado de creación de la CEE por el simbolismo universal que de esta ciudad se desprende: “La creación de tal espacio unificado, poblado de ciudadanos movidos por una voluntad y unos ideales comunes y dirigido por un sistema de gobierno único, era la vía para regresar a las esencias de la grandeza pasada de Roma, la cual, durante 600 años, protagonizó tantos éxitos.”

¿Cuáles fueron, pues, las claves de estos éxitos en Roma? “Una regulación reducida a lo estrictamente necesario y una burocracia casi inexistente”, afirma Johnson, pero sobre todo, “el culto denodado hacia la figura del emperador de Roma, que no tenía otro fin sino el de honrarle y agradarle. En contra de lo que se observa en la actualidad en Europa, nada era más importante que ser Romano.” Luego, mi invitado me cuenta una anécdota a propósito del garum, una salsa romana muy particular a base de vísceras de pescado. “Es una sustancia algo desagradable, en el límite de la radioactividad. Todavía no me creo que a pesar de su demostrada toxicidad, todos en la Roma antigua comiera este alimento después de vaciar el pescado y dejar fermentar sus vísceras”, concluye.

Un sueño inalcanzable: ser ciudadano europeo antes que nada

Es curioso, no es el halo de gloria que aureola al Imperio Romano lo que incitó a Johnson a redactar su libro, sino las dudas que albergaba junto con mucha gente con respecto de la viabilidad de una unidad en Europa. Johnson constata sorprendido hasta qué punto el escepticismo demostrado por los Romanos de la Antigüedad se parece al euroescepticismo imperante ahora en la UE. Aunque me da la impresión de que él mismo también se coloca entre los dubitativos, se defiende con vehemencia de esta postura: “no estoy mucho con los escépticos. Antes al contrario, Europa me tiene cautivado. Me fascina ver cohabitar tantos países y tan distintos en todos los aspectos, diametralmente opuestos entre sí, si me apuras, y cada uno con sus propios intereses. Pero seamos realistas. El deseo algo loco de Jean Monnet de ver a estos pueblos ‘blandir juntos el estandarte de su nacionalidad europea’ me parece utópico hoy por hoy. Me da la impresión de que todos prefieren cultivar sus diferencias.”

“Soy consciente de participar de un cierto espíritu chovinista…”, retoma mi invitado tratando de afinar en sus términos. “Reivindico, cual Berlusconi británico, la superioridad de la civilización occidental, liberal y judeocristiana respecto del resto de la Humanidad.” Ea, ya soltó su bomba. Ahora, tras sumirse unos instantes en su fuero interno, asiente con la cabeza y añade con aplomo: “estoy convencido de lo que le digo. He visitado los cuatro rincones del mundo, así que puedo decir que la civilización europea es la más brillante de todas con diferencia. Lo que digo, claro está, sólo me compromete a mí.”

¿Unificar Europa? ¡Empecemos por leer La Eneida!

En cuanto a la unidad europea, Boris Johnson también opina. “La mejor vía para alcanzarla es enseñar de nuevo el latín en las escuelas, pues es vital que la juventud europea comparta una herencia común”. La conversación adopta en este punto un aire de confidencia y relajación para saltar de pronto del latín a los clásicos. Me recita unos pasajes de la Eneida, el más célebre poema épico de la Antigüedad, compuesto por Virgilio, y que él desearía con ardor ver cómo se imparte en las escuelas de toda Europa. Sin cortarse un pelo, sigue con su soliloquio sin echar cuenta de mi presencia.

Recordando una de las preguntas que le he lanzado –cómo cree que se tomaría la generación iPod la vuelta del latín a las clases-, Johnson se impacienta echando sus brazos al cielo: “¡Me importa un pimiento de las veleidades de toda esa pandilla de burros! ¡Cuando era un crío, nadie me preguntó mi opinión para nada! En aquella época, no podíamos decir ni pío, aprendíamos latín y punto. Lo mejor que pueden hacer es estudiar latín a conciencia, no les vendrá nada mal.” Después de esta diatriba, mi interlocutor me lanza una sonrisa de quien se considera un entendido en la materia, y añade: “El aprendizaje de esta lengua cambiaría muchas cosas”.

¿Resucitar el pasado?

El libro de este diputado británico se cierra con la constatación siguiente: si consideramos nuestra Historia y nos fiamos del pasado, sería acertado pensar que nuestros dirigentes tratarán sin descanso de igualar al Imperio Romano. “A poco que se haya crecido en Europa, se ha vivido con el culto que se le profesa a la memoria de Roma, con la posibilidad –como telón de fondo- de que en su día hubiera podido existir una verdadera unidad europea. Es como un recuerdo de infancia contra el que luchamos para revivirlo mejor”, analiza Jonson que, a pesar de todo, no cree que la unidad se produzca jamás.

¿Qué hacemos, pues, con la UE, con esta voluntad de vivir el día a día en el seno de una comunidad cada vez más avanazada? “Yo hablaría más bien de unidad ampliada o extendida. Olvidemos todas estas historias de política exterior y de PAC y concentrémonos en darles a los ciudadanos los medios necesarios para vivir bien y trabajar en Europa. Y que ellos saquen provecho de lo que les ofrece la Unión. Esta es la línea de conducta que yo adoptaría.” Mientras busca un ejemplo concreto que darme, exclama de pronto con fervor: “¡Los enchufes eléctricos! La UE existe desde hace ya 60 años y aún no puedo enchufar mi tostadora cuando voy a Bruselas.”

Qué suerte para los romanos que no tuvieron que preocuparse de tostadora alguna, y para quienes todas las dificultades a las que nos enfrentamos hoy no eran sino minucias. ¿No estaremos complicando las cosas por puro gusto?

The Dream of Rome, de Boris Johnson, Ediciones HarperPress, 29.21 €

Translated from Boris Johnson, dreaming of Rome