Barbate pesca en barcos de papel
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Los pescadores del sur español desconfían del Acuerdo de Pesca con Marruecos, que la UE presenta como la solución para el sector.
En el pueblo costero de Barbate, al sur de Cádiz, sus habitantes llevan miles de años forjándose la paciencia a golpe de viento. De un viento de Levante que sopla a menudo racheado, traicionero y dominante, haciendo batir las puertas de las casas, cegando los ojos de arena y vaciando de gente las calles y el mar. Un viento contra el cual no existe más antídoto que la espera. El puerto de Barbate también sabe mucho de esperas. Cuando hay que aguardar a que amaine el temporal para poder seguir faenando, los muelles se llenan de manos callosas que remiendan redes con un movimiento ágil, mecánico y certero, mientras la mirada se pierde a ratos en el horizonte, en la imagen difuminada de las costas africanas a tan sólo 20 kilómetros, separadas por el Estrecho de Gibraltar.
¿Aires de esperanza?
Tan cerca, tan lejos. Desde que expirara el último Acuerdo de Pesca con Marruecos, en el año 1999, los barcos no han podido volver a faenar en las aguas del norte de África y algunos –muchos- han tenido que ser desguazados, mientras otros han sobrevivido a duras penas gracias a las subvenciones y a la constancia de sus dueños. Entonces, más de 4.000 pescadores españoles y más de 10.000 personas de la industria auxiliar perdieron su empleo. Ahora, la inminente ratificación por parte del Parlamento marroquí del nuevo Acuerdo de Pesca entre la Unión Europea y el reino alauita será un alivio para el sector pesquero del sur de España, al que han ido a parar casi la mitad de las 119 licencias de Pesca otorgadas por la Comisión Europea. España se lleva más del 80% de las licencias, mientras las restantes son esencialmente para Portugal, Francia e Italia. A cambio de las 60.000 toneladas que podrán pescar los europeos en aguas marroquíes, la UE paga a este país 144 millones de euros. Aun así, los pescadores no están satisfechos: el anterior acuerdo con Marruecos (hasta 1999) permitía alrededor de 600 licencias, de las que 541 iban para España.
Francisco (arriba a la izquierda) lleva 50 años subido a una pequeña embarcación que se llama como él, como su padre y como su abuelo. Al igual que la mayoría de los pescadores de Barbate, siguió la tradición familiar y se dedicó a la pesca artesanal en una de las mejores épocas que ha vivido el puerto, la primera mitad del siglo XX. “Mira, ¿ves esa hilera de barcos amarrados?”, dice mientras señala las pequeñas embarcaciones que se mecen junto a los muelles. “Hace treinta años casi no cabían”, recuerda. Baja la mirada, niega con la cabeza y se alegra de que ninguno de sus cinco hijos quiera “tirarse” a la mar. “La gente joven ya no quiere pasar frío y ganar poco. Ahora se van a trabajar a la construcción, o se van de madrugada a la playa a esperar a que llegue la patera con el chocolate”.
Sin relevo, sin pescado
Francisco se refiere a los “busquimanos”, jóvenes traficantes de hachís a pequeña escala que recorren de madrugada las playas en sus ciclomotores para recibir fardos de droga llegados en barcazas. Aunque las cifras se han reducido en los últimos años, la Guardia Civil efectúa al año un buen número de operaciones relacionadas con el narcotráfico que acaban sumando toneladas de droga procedentes siempre del Norte de África.
Juan (sobre estas líneas) es uno de los pescadores más jóvenes del puerto. Tiene 37 años y un hijo de 15 que aparece para saludar y enseñar el pequeño camaleón que tiene como mascota. “No, éste al mar no, éste a estudiar”, dice Juan refiriéndose a su hijo. En el puerto de Barbate no hay relevo generacional –la mayoría son pescadores jubilados que se suben a los barcos para complementar su paupérrima pensión-, y en sus aguas ya casi no hay pescado. El barco de Juan está amarrado siguiendo la parada biológica que prohíbe las capturas de ciertas especies durante un par de meses para garantizar la sostenibilidad de la pesca. Aun así, las capturas de atún, el “oro rojo” de Barbate, han descendido un 80% en los últimos seis años. Igual suerte han corrido las de boquerón o sardina, mermadas por la competencia de los grandes barcos procedentes de otros países. “Lo poco que cogemos a veces ni se vende, porque viene pescado congelado de Italia, de Francia, de Marruecos con los precios por los suelos, y entonces, ¿qué?”.
La espera, la nostalgia
Rafael tiene un barco que se llama “Ana y Antonio”, como sus hijos. Tiene también un centenar más de barcos en las páginas de un álbum de fotos en blanco y negro que enseña con tanto orgullo como nostalgia, y en las que aparece su padre y los 40 hombres que naufragaron a bordo de “El Alonso”. Nunca fueron encontrados. Rafael estuvo en el mar desde los seis años hasta que se casó. Ahora, a sus 47 años, trabaja como albañil y pasa los ratos libres en su almacén del puerto donde guarda con mimo sus fotografías y una colección de programas de cine de los años cuarenta que serían la envidia de cualquier cinéfilo. “Aquí ya no hay nada que hacer”, lamenta mientras revisa sus “barcos de papel”, y rememora historias que dan para escribir un libro. Rafael calla y vuelve la mirada hacia los barcos de su álbum, casi tan frágiles y vulnerables como los del puerto, que siguen esperando con paciencia a que el viento sople a su favor.