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Viaje con Selam: excombatiente kurdo refugiado en el norte de Europa

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Es una de esas historias que te marcan sin poder evitarlo, una historia por la que serías capaz de ir hasta la otra punta de Europa. Eso es precisamente lo que llevó a Francesca hasta Atenas, donde conoció a Selam, un excombatiente kurdo -ahora refugiado- al que ha seguido hasta el norte de Europa. Es la historia de una amistad que los ha cambiado a los dos.

La ropa tendida en los balcones y en las ventanas de las habitaciones permanece inmóvil, colgando bajo un calor sofocante perturbado solo por el canto de los grillos y los gritos de los niños que juegan al pillapilla. Una melodía oriental se escapa por una de las ventanas. Proviene de la cocina del Hotel City Plaza, que ha vuelto a llenarse de vida gracias a los más de cuatrocientos refugiados que alberga. El edificio, antes un hotel de lujo que acogía diariamente a los turistas que venían a visitar la Acrópolis, acabó en quiebra y cerró sus puertas. Pero en abril del 2016 las volvió a abrir. Sus huéspedes serían migrantes llegados de Grecia.

El primer encuentro

Quise comprobar personalmente esa realidad comenzando por este hotel, una realidad que ocupa la portada de los periódicos desde hace ya mucho tiempo. Pero aunque el City Plaza era noticia, ignoraba lo que me iba a encontrar allí. En el interior, absolutamente todo rebosa historias dignas de ser contadas. Allí hay personas que han afrontado un largo viaje cargados de esperanza, que disimulan sufrimientos y experiencias que a menudo prefieren callar por miedo a que viejas heridas ya cicatrizadas puedan volverse a abrir.

Fue en el bar del City Plaza donde pude poner nombre a uno de aquellos cientos de rostros: Selam. Me había fijado en aquel chico desde el primer día. La camiseta de manga corta que llevaba dejaba entrever dos tatuajes, justo por encima de los codos: en un brazo, una hoz y un martillo y, en el otro, una estrella. Estaba convencida de que Selam tenía montones de cosas que contar, pero intuía también que prefería quedarse en una esquina sin relacionarse demasiado con los demás. Su comportamiento distante y reservado había despertado mi curiosidad. Fue él quien rompió ese silencio: "Hola, ¿podrías ayudarme a rellenar unos documentos?". Su voz era más grave de lo que me había imaginado. Se notaba que Selam estaba completamente angustiado, hablaba muy rápido, como si quisiese echar a correr fuera de allí, lejos de mí, lejos de todos. En ese momento, los dos ignorábamos que esos papeles serían el inicio de nuestra amistad. Las primeras informaciones que obtuve de él me llegaron de otros chicos como él, pero estos, a diferencia de Selam, llenaban de alegría con sus sonrisas los largos pasillos de aquella enorme casa. Selam, con apenas 22 años, había llegado desde el Kurdistán, donde había estado varios años combatiendo contra el autodenominado Estado Islámico desde las filas de las YPG, conocidas como las Unidades de Protección Popular, el brazo armado oficial del Comité Supremo Kurdo. En la actualidad, las YPG y las YPJ (las Unidades Femeninas de Protección de las brigadas kurdas), son las dos principales fuerzas armadas de la región kurda de Rojava (el Kurdistán sirio), en el norte de Siria.  Desde el momento en que el autodenominado Estado Islámico enseñó los dientes e hizo su aparición en esa zona, no han cesado de llegar voluntarios para engrosar las filas de las milicias kurdas.

Viaje hacia el norte

Como en Atenas no llegamos a conocernos a fondo, transcurrido un tiempo decidí volver a contactar con él. Supe que había llegado al norte de Europa y que se había instalado allí [Selam no quiere revelar el país exacto en el que está ahora, y hemos decidido respetar su decisión para proteger su seguridad, ndlr]. Chatear con él no me bastaba, prefería ir a visitarlo, asegurarme de que estaba bien, conocerlo a fondo, porque, por mucho que se diga, el teclado de un ordenador jamás puede sustituir al hecho de hablar cara a cara. Estaba completamente segura de que tenía mucho que aprender de él y de sus experiencias. Eso me hizo tomar la decisión de comprar un billete de avión para reunirme con él en el norte de Europa, donde vive ahora. Era muy consciente de que me sería difícil entrar en su vida, de una forma tan descaradamente directa, de un día para otro. Era muy poco probable que en solo una semana estuviera dispuesto a abrirse a mí, prácticamente una desconocida, a contarme episodios, asuntos íntimos, de su dolorosa vida. A pesar de las dificultades que pudiera encontrar, decidí que la historia de Selam merecía ser contada.

Cuando llegué, Selam me estaba esperando delante de un pub. Eran las seis de la tarde, pero en noviembre a esa hora ya es de noche. Con dos jarras de cerveza en la mesa y después de una conversación meramente superficial, ingenuamente empecé a preguntar algo más de la cuenta. Me di cuenta justo cuando las palabras empezaron a salir de mi boca. Sabía que a Selam no le gustaba hablar de él y, mucho menos, de sus sentimientos. Me sentí como una niña tonta e inoportuna. "Verás –dijo–, cuando las personas a las que quieres empiezan a morir con una cierta frecuencia, no eres capaz de reaccionar. Solo sientes un nudo en la garganta, ni una palabra, ni un lamento, ni siquiera una lágrima. Esta mañana me he enterado de que mi primo está muerto y no he experimentado ninguna reacción, la muerte ya no me provoca nada. Pero tú... tú no puedes entenderlo". Pongo en orden sus palabras en medio del caos de la cervecería. A pesar del ruido, oigo lo que me dice con total claridad. Me quedo parada. Selam se bebió otra cerveza y, al final, pidió un güisqui. Soy incapaz de mantener la calma: sus palabras son mordaces, no se anda con medias tintas. Eso no tiene nada de extraño en alguien que, como él, ha combatido en las milicias kurdas del YPG.

Esa noche me acosté con el corazón oprimido. Pensé que jamás me ganaría su confianza. Él tenía razón: no puedo entenderlo.

Lograr una confianza mutua

A los dos días de mi llegada, Selam comienza a salir de su caparazón. Poco a poco va confiando en mí y yo, desde luego, estoy dispuesta a conocerlo mejor. Mi curiosidad y mi ignorancia me llevan a hacerle cada vez más preguntas y, al final, a él ya no le sienta mal. Me enseña fotos, vídeos, y me habla de su tierra. Podía pasarse horas hablando de historia, de religión, de política y de música.

El calor, los colores vivos, la naturaleza salvaje, los animales en libertad, su realidad tan lejana y diversa contrasta absolutamente con los tonos grises y la arquitectura oscura del país que ahora le acoge. Sus relatos, a cada cual más intenso, tienen la capacidad de trasportarme a otra dimensión, junto a él. El tiempo pasa tan rápido que, sin darme cuenta, puedo desconectarme de cualquier cosa que esté a mi alrededor.

De repente me pareció evidente que la compleja guerra que sacude a Siria y a Irak solo la conocemos de manera superficial y sensacionalista a través de la televisión. Noticias dirigidas más a los estómagos de los europeos que a sus cerebros, noticias que lo que buscan es hacer audiencia mediante fotos de familias destruidas y vidas rotas, de niños corriendo hechos un mar de lágrimas en medio de una carretera polvorienta llena de escombros: en algún lugar de Oriente Medio. En cambio, delante de mí tenía a un chico de veinte años que había conocido in situ el horror de la guerra, un chico cuyo cuerpo, con cicatrices y tatuajes, me estaba contando una historia de sufrimiento y de lucha.

Ese fue el día en que Selam decidió darme una visión muy general de su realidad, y yo me sentí orgullosa a la vez que feliz de que se estuviese abriendo tanto a mí. A pesar de la distancia, Selam había intentado establecer contacto con el mundo que había sido el suyo solo unos meses antes. Por eso me llevó a un círculo kurdo en el que participaba habitualmente en debates y charlas. El salón estaba vacío, las luces frías iluminaban las fotografías de mártires y milicianos, la bandera del YPG reposaba sobre una mesa junto a la foto de Abdullah Ocalan [líder kurdo y principal dirigente del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK)]. Con los ojos clavados en las fotografías, me iba diciendo los nombres de las mujeres, de los hombres, de los combatientes o de los generales, así como su historia y los actos de sacrificio llevados a cabo por ellos.

"Sobrevivimos tres días al EI, pero la mayoría de los demás grupos murieron"

Entre tanto, una señora kurda, muy amablemente, nos sirve un té chai . Mientras lo vamos tomando a sorbos, le pido a Selam que me cuente con detalle la primera vez que le hirieron de bala. Me lo cuenta mientras bebé té: "Fue en el 2015 y estábamos defendiendo Kobane [ciudad del norte de Siria] de los ataques del Estado Islámico en una operación que duró más de seis meses. De repente, dispararon hacia mí y una de las balas alcanzó mi pierna derecha. Sentí como un fuerte pellizco. En esos momentos, lo esencial es ser rápido y tener los reflejos suficientes como para inyectarte morfina enseguida".

Continúa diciéndome que no recuerda más, pues en ese momento, afortunadamente, se desmayó. Según él, perder la consciencia es lo mejor, porque así no se siente el dolor. De repente, su rostro se vuelve más serio. "Durante la operación en Kobane –me cuenta– éramos un grupo de veinticinco soldados solitarios, alejados de los demás grupos de compañeros. Sobrevivimos durante tres días, pero la mayor parte de los grupos murieron. El ISIS comenzó a atacarnos con carros de combate, y luego lanzaron bombas y minas contra el edificio en el que estábamos. Me pasé diecinueve horas bajo los escombros, con los huesos rotos y medio inconsciente. En un momento de lucidez, al oír la voz de los soldados enemigos, fingí estar muerto. Después, conseguimos comunicarnos con los demás compañeros, los cuales nos localizaron y vinieron a buscarnos. No exagero cuando digo que un año combatiendo equivale a diez años en la vida de una persona normal", concluye Selam riéndose.

Los últimos días que pasamos juntos me permitieron aprender todavía más al respecto. Me fui con la seguridad de conocer mejor su historia y de elaborar un proyecto de ella, pero se las arregló para transformarlo en algo mucho más grande. Después de haberme dado su confianza, decidió complacerme y convertirse en mi amigo. Compartió conmigo momentos de dolor y alegría, de lágrimas y risas. Me hizo descubrir principios y sentimientos que en aquel momento desconocía: el valor del sacrificio, la desesperación de la muerte, el calor de la solidaridad, la virtud de la amistad, cuya fuerza, para un chico kurdo de apenas veinte años, consiste en estar dispuesto a recibir un disparo por intentar salvar la vida de un amigo. "Tus compañeros de batalla se convierten en tu familia. Tienes que estar dispuesto a hacer todo por ellos y yo lo estuve", me explicaba Selam.

Este viaje me ha cambiado 

Pienso que una experiencia como ésta es probablemente un obstáculo insuperable para una relación. Una experiencia a años luz de mi modo de vida diario, hasta tal punto que me empuja a preguntarme cuántas de las sensaciones que Selam ha experimentado son para mí extrañas. Al menos, a mi regreso, ya no solo traigo conmigo mi equipaje, sino también todos los principios que Selam me había enseñado y que de alguna forma habían llenado su cuerpo de cicatrices. Ahora comprendo mejor el tema kurdo, su evolución  y la ideología en nombre de la que tantos hombres continúan muriendo. Con tristeza, me despido de Selam con un fuerte abrazo, tranquilizada por la idea de que tiene ante sus manos la oportunidad de construir una nueva vida. "Seguiré combatiendo, –me dice completamente seguro–, pero para mí mismo, no para los demás".

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Translated from Viaggio con Selam: da combattente in Kurdistan a rifugiato nel Nord Europa