Un nacionalismo turco de bandera
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Esemboga. Aeropuerto internacional de Ankara. ¿De ankara? Bueno, a 30 kilómetros de Ankara. Mármol, tecnología punta, diseño de última generación y césped en mitad de un desierto. ¡Y una pila de banderas turcas por todas partes!
El paisaje de Anatolia central no es lo que más sorprende a un viajero español; es como viajar por Albacete o Ciudad Real. Torbellinos de polvo, caseríos de ladrillo visto, campos en barbecho sin un solitario árbol que puntee con ritmo la mirada, una colina, otra colina y otra más… Sin embargo, lo que sí resulta chocante a un español o cualquier europeo que no se fíe de los clásicos símbolos del nacionalismo patrio local es que en cada una de sus cimas ondee, reluciente, como recién estrenada y a punto de estallar de gusto, una bandera roja con su luna y su estrella blancas.
Cambios que dan miedo
A menudo son gigantes, surgen por todas partes y llegan a los rincones más insospechados: los balcones de los geçekondu construidos de la noche a la mañana en los suburbios de las pobladas ciudades, tras la puerta de los baños de hombres de una mezquita de barrio, en las cuevas de la Capadocia, en las ventanas de los dolmuş -esos microbuses que recorren como hormigas dislocadas las arterias de toda urbe aquí-, en las playas de Éfeso o en el fondo de un reloj de pared de una tienda de narguiles y ojos de la suerte.
Lo mismo resulta con los omnipresentes retratos del padre de la patria turca moderna, Atatürk, muerto en 1938. Atatürk vestido de piloto de aviones en los aeropuertos, Atatürk con los empleados de correos, Atatürk a caballo, Atatürk en el despacho de helados de cualquier calle…., y siempre con sus cejas draculeanas dispuestas a infundir respeto o intimidación. Como si estuviéramos en un país que acaba de ganar una guerra. O de perderla. En los últimos 10 años, Turquía sopesa el deber de pasar de ser un Estado unitario a otro que reconozca las particularidades culturales y territoriales que lo componen. Y eso es algo que asusta a la nomenclatura.
Los turcos aman más a su país
¿Por qué necesita un país de raíces milenarias reafirmar con tanto ahínco sus símbolos nacionales? Paseo por Konya, 700.000 habitantes; es la cuna espiritual de Turquía desde que viera morir entre sus muros a Rûmi, el sabio sufí fundador de la hermandad de los derviches. Me acompañan Selma y Özlem, dos improvisadas e inmejorables cicerones y estudiantes de ingeniería técnica con quienes descubro la ciudad. Al pasar junto al patio de un colegio observamos en su centro un poste de más de 20 metros de alto del que pende una bandera turca de dimensiones superlativas. Pregunto por qué, para qué, desde cuando… “Es que los turcos amamos mucho a nuestro país”, me dice Selma. Los españoles somos tan chauvinistas como el que más y no por ello perdemos energías y dinero en colocar banderas por todas partes. Se lo traslado. “No es lo mismo, no lo podéis comprender”, remata dándome a entender que el resto de europeos no amamos a nuestro país con la misma intensidad que los turcos el suyo.
Cenando mientras atardece en las colinas de Ayanbey y Çavuş, con la silueta de los rascacielos de Konya de fondo, nos atiende Ahmed, un joven estudiante de lengua inglesa. “A mí no me importa que nos llamen nacionalistas a los turcos. Si nos aceptan tal como somos en la UE, bien. Y si no nos quieren, tampoco será grave para mí país. No nos va a ir peor si nos acercamos a Rusia, por ejemplo”, razona en un inglés sin demasiados tropiezos, algo casi insólito en estos lares. Es cierto que Turquía observa con atención la reacción pusilánime de las “potencias” occidentales a la invasión rusa de su país vecino, Georgia. La tentación de aliarse con el matón del barrio puede ser grande.
Apagón cultural
Nadie diría recorriendo la capital cultural de Turquía que el teatro de la Ópera Süreyya de Estambul es uno de los más activos e innovadores de Europa. Todos los estandartes publicitarios que cuelgan de las farolas de Budapest, Milán o Berlín para anunciar la inminencia de un espectáculo importante, se usan en Estambul para colorear la ciudad de banderas nacionales. Un apagón cultural en rojo y blanco que impera en toda la ciudad. Apenas se anuncian las numerosas citas culturales o artísticas. Es como si todo en Turquía hubiera empezado con Atatürk. Algo de lo que se queja a menudo el premio Nobel turco de literatura, Orhan Pamuk, perseguido por la justicia turca por ofensas a la identidad nacional: “Soplan vientos ultranacionalistas en mi país. En Occidente es muy fácil percibirlos. Pero en el fondo, el nacionalismo no es tan importante como el autoritarismo que está detrás y que es el mismo de siempre”, declaraba a la prensa española en 2007.