Un argonauta en los bulevares
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Este verano, los europeos habremos de viajar. Es el eterno retorno que la calculada vida moderna nos impone como falsa ruptura de la rutina.
El viaje siempre nos oculta un deseo, una aspiración huidiza. La deslocalización de estos sueños (pienso que siempre los sueños han estado deslocalizados, si no serían meras repeticiones de nuestra vida, anhelos sin pólvora) hace que nuestra calle, nuestra ciudad, nuestro país, sean poco rentables a nuestro espíritu. Pero estos deseos están mediatizados, se adquieren por packs: en la sucursal de viajes del barrio o en un portal de internet. Tenemos el inconformismo metido en la base de datos de las agencias, medido y pesado económicamente por los sociólogos del ocio, y diseñado por los inventores de viajes. Lejos del mundo épico e inmortal, vamos y volvemos de Ítaca en quince días, en grupos perfectamente europeos, racionales y cultos.
No voy a hablar aquí de si viajar es sinónimo de vivir o no, y luego decir que Europa y viajar son sinónimos ya desde los tiempos inmemoriales de los argonautas y Ulises. Ni decir que, fuera del mito, descubrimos el mundo: con la hazaña de Cólon, Elcano; o con los románticos ingleses, que se inventaron Andalucía y parte de Grecia -fíjense en la paradoja, porque diciendo que no lo iba a decir, lo he dicho. Lo que quiero hacer en estas páginas es una apología del quedarse en las ciudades que uno, de manera irremediable, con resignación o alegría que también puede ser- habita. Sea cual sea. Cualquier ciudad europea vale; porque son museos del tiempo, realidades cada vez más disecadas, y necesitamos revitalizarlas. Vivirlas.
Vivo en Madrid, donde el calor veraniego es soporífero, las calles son levantadas y reconstruidas con malignidad por el Ayuntamiento en una increíble orgía de hormigoneras y martillos neumáticos. Y encima, la ciudad, salvo cuatro turistas y cinco o seis despistados, se vacía literalmente en búsqueda despavorida de playa y agua. Así estamos. Pero supongo que será un panorama muy similar al de Berlín, París o Londres.
Entonces, ¿por qué quedarnos en verano?
Hace tiempo vi una película francesa: El rayo verde, de Eric Rohmer. La protagonista, una joven, se quedaba sin plan para el verano (sin plan de playa, se entiende), de modo que tenía que pasar las vacaciones en París. Al principio, le parece horrible. Pero caminando por las calles de París, el azar le va llevando de unos personajes a otros, de unas historias a otras, encadenadas como las voces de las sirenas de nuestro Ulises.
Los europeos hemos rechazado lo imprevisible, lo azaroso, y hemos abrazado el esquema predecible de la vida programada, la gestión milimétrica del ocio y la profesionalización multinacional de la aventura. El verano, ese lugar agreste, donde el no-destino se confabulaba mágicamente con los sueños, está ahora en nuestras calles, entre las bambalinas del teatro engañoso que son el calor y las zanjas: en sus personajes perdidos y descolocados, en la cafetería que, por algún misterio que sin duda nos debería interesar, nunca cierra. En los ascensores donde los que van y los que vienen con la maletas, cofres inexpugnables, cruzan las miradas interrogadoras que son las semillas del invierno. Hemos comprado la aventura y nos la sirven con abre fácil. Por eso yo me niego a facturar mis deseos en Iberia o Air France. Me quedaré en Madrid y me dejaré llevar: haré pequeñas conquistas urbanas y reinventaré rincones románticos de la ciudad, y recuperé el azar (y por tanto, mi propio destino) que el invierno y el trabajo, que el café y la monotonía, me tienen prohibido. Y esperaré a que el azar me conduzca a algo o a alguien. A una mirada, una caricia, o un beso. Porque como decía una canción de Mecano, que si el invierno viene frío, quiero estar junto a ti.