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Túnez Cinema Club: resistencia en la escena alternativa

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Andrea Olea

CulturaEuromed ReporterEuromed Reporter en Túnez

Desde su creación en los años sesenta, los cineclubs en Túnez son espacios de libertad creativa e intelectual, caldo de cultivo de aprendices de cineastas, apasionados del séptimo arte y militantes de todo el espectro izquierdista de oposición a los regímenes que han gobernado el país desde su independencia.

La car­te­le­ra de la ca­pi­tal tu­ne­ci­na se re­du­ce a un pu­ña­do de salas que en su ma­yo­ría cir­cun­va­lan la Ave­ni­da Bour­gui­ba, ar­te­ria prin­ci­pal de la ciu­dad: el Mondo, el Rio o el Co­li­sée son vie­jos edi­fi­cios de ar­qui­tec­tu­ra co­lo­nial, de­li­cio­sa­men­te de­ca­den­tes para el ojo ajeno, tris­te­men­te in­su­fi­cien­tes para los aman­tes del sép­ti­mo arte.

Ca­mu­fla­da entre ellos, cir­cu­la la co­rrien­te al­ter­na­ti­va: los ci­ne­clubs, vía de es­ca­pe del cir­cui­to ho­lli­woo­dien­se, sal­va­vi­das del cine tu­ne­cino y re­fu­gio de mi­li­tan­tes de toda ín­do­le en un país que, hasta que hace tres años en­cen­die­ra la mecha de la lla­ma­da Pri­ma­ve­ra Árabe, vivía bajo un ré­gi­men au­to­ri­ta­rio en el que la cen­su­ra aho­ga­ba la li­ber­tad de ex­pre­sión y por ende cas­tra­ba la pro­duc­ción ci­ne­ma­to­grá­fi­ca na­cio­nal. Se quie­ra o no, la po­lí­ti­ca lo im­preg­na todo en los ci­ne­clubs, antes de la re­vo­lu­ción del 14 de enero y des­pués, in­clu­so más.

POR AMOR AL CINE

De­ma­sia­da po­lí­ti­ca”, re­cal­ca tras re­fle­xio­nar unos se­gun­dos Amel Saa­da­llah cuan­do le pre­gun­ta­mos por qué fundó Ci­né­ma­dart, uno de los pri­me­ros clubs in­de­pen­dien­tes de la Fe­de­ra­ción Tu­ne­ci­na de Ci­ne­clubs (FTCC). Cada mar­tes desde hace siete años, este es­pa­cio nó­ma­da  que ahora en­cuen­tra su sitio a pocos pasos de las rui­nas de Cart­ha­go pro­yec­ta todo tipo de pe­lí­cu­las sin ca­bi­da en la exi­gua car­te­le­ra na­cio­nal: hoy, por ejem­plo, tres cor­to­me­tra­jes made in Tu­ni­sia, que des­pier­tan una aca­lo­ra­da dis­cu­sión ci­né­fi­la cuan­do la luz vuel­ve a la sala. Por la pro­fu­sión de gafas de pasta, pan­ta­lo­nes pi­ti­llo, la­bios rojos, y boi­nas en la sala cual­quie­ra diría que nos asis­ti­mos a un en­cuen­tro in­te­lec­tual-bohe­mio-chic de cual­quier ca­pi­tal eu­ro­pea, si no fuera por­que en el de­ba­te pre­do­mi­na el árabe en dia­lec­to tu­ne­cino, sal­pi­ca­do (eso sí) de pa­la­bras y ex­pre­sio­nes fran­ce­sas. Amel sigue aten­ta desde las bu­ta­cas la dis­cu­sión entre los di­rec­to­res de los cor­to­me­tra­jes y el va­rio­pin­to pú­bli­co, y más tarde se ex­pli­ca: “a veces pa­re­ce que la pe­lí­cu­la es solo una ex­cu­sa para el de­ba­te pos­te­rior sobre la causa de turno. No­so­tros que­re­mos que sea al con­tra­rio”, aduce. Esta chica de ade­ma­nes sua­ves y mi­ra­da com­ba­ti­va cree que se es­ta­ba per­dien­do la esen­cia de lo que re­pre­sen­tan los ci­ne­clubs, y as­pi­ra a des­li­gar­se de la ‘mi­li­tan­cia’ del resto para apos­tar por “el amor al cine por el cine”.

Claro que, em­pe­ñar­se en vivir del sép­ti­mo arte en un país donde los lar­go­me­tra­jes pro­du­ci­dos al año pue­den con­tar­se con una mano y donde exis­ten poco más de una de­ce­na de salas de pro­yec­ción, en el fondo es otra forma de com­ba­te. Lo sabe bien Fatma Bchi­ni, pre­si­den­ta del club más an­ti­guo de Túnez, el ci­ne­club de Tunis. “Com­prar una en­tra­da de cine en Túnez ya es re­sis­ten­cia”, afir­ma ro­tun­da esta es­tu­dian­te de me­di­ci­na de 23 años, que tam­bién forma parte del co­mi­té fe­de­ral de Ci­ne­clubs. Fatma se apa­sio­na ha­blan­do de la ac­ti­vi­dad que desa­rro­llan y con­fía en que estos es­pa­cios jue­guen un papel de im­por­tan­cia en el nuevo Túnez: “Que­re­mos vol­ver a abrir ci­ne­clubs para niños, para sal­var a su ge­ne­ra­ción de la am­ne­sia co­lec­ti­va, para en­se­ñar­les a crear y a cons­truir”. Hoy los clubs de cine tri­pli­can en nú­me­ro a las salas y, se­ña­la Fatma or­gu­llo­sa, “no hay día en que la Fe­de­ra­ción no re­ci­ba una nueva so­li­ci­tud de aper­tu­ra”.

 PO­LÍ­TI­CA, GRADO CERO

Eran tan bor­des y cua­dri­cu­la­dos que se no­ta­ba a la legua que eran polis”, se burla Maher ben Kha­li­fa,  parte in­te­gran­te de este sub­mun­do desde que ate­rri­za­ra por pri­me­ra vez en un ci­ne­club cuan­do era un mo­co­so de 7 años. Se re­fie­re a los agen­tes in­fil­tra­dos que asis­tían con fre­cuen­cia a las reunio­nes de su club de ci­neas­tas ama­teurs para tomar buena nota de quien decía qué.

Pa­ra­dó­ji­ca­men­te, aun­que sin dejar de ob­ser­var­los de cerca, el poder ha to­le­ra­do estos focos de di­si­den­cia, en parte por su poca vi­si­bi­li­dad entre el grue­so de la po­bla­ción tu­ne­ci­na y en parte como es­tra­te­gia de la­va­do de cara fren­te a las de­mo­cra­cias oc­ci­den­ta­les. En todo caso, “mi­li­tes o no en un par­ti­do, los ci­ne­clubs te en­se­ñan a de­ba­tir. Y el de­ba­te es el grado cero de la po­lí­ti­ca. Aquí apren­des a de­fen­der tus ideas. Y a com­pro­me­ter­te”, ex­pli­ca este es­tu­dian­te de di­se­ño grá­fi­co.

POCOS RE­CUR­SOS, MUCHA IMA­GI­NA­CIÓN

Maher per­te­ne­ce a la Fe­de­ra­ción Tu­ne­ci­na de Ci­neas­tas Ama­teurs (FTCA) y gra­cias a esta, con 17 años rodó su pri­mer corto, Kari for dogs, falso spot pu­bli­ci­ta­rio que, ins­pi­rán­do­se de las tor­tu­ras a pre­sos en Abu Gh­raib, anun­cia­ba co­mi­da para pe­rros com­pues­ta de carne hu­ma­na. Sin rubor, ad­mi­te que, al menos a nivel téc­ni­co, su pri­me­ra in­cur­sión en el cine fue “algo desas­tro­sa”.

Su ex­pe­rien­cia re­fle­ja bien cómo fun­cio­na este ofi­cio en Túnez: du­ran­te mucho tiem­po, los clubs fue­ron la única es­cue­la de cine en el país, y en ellos se han for­ma­do va­rias ge­ne­ra­cio­nes de di­rec­to­res; aun­que tam­bién gente co­rrien­te con ganas de con­tar his­to­rias. Hoy Maher forma parte del co­mi­té cen­tral de la FTCA, y ase­gu­ra que allí hay de todo, “desde es­tu­dian­tes de in­ge­nie­ría hasta pa­na­de­ros y ta­xis­tas. Es sim­ple, par­ti­mos de la base de que todo el que quie­ra debe poder hacer cine”, afir­ma, re­cor­dan­do que por los ci­ne­clubs han pa­sa­do in­clu­so mi­nis­tros be­na­lis­tas.

A la hora de crear y dados los bajos re­cur­sos, se echa mano de la ima­gi­na­ción y se apues­ta al má­xi­mo por el bri­co­la­je, sa­can­do ma­te­rial e ideas de cual­quier parte. “Em­pe­cé mi ca­rre­ra ci­ne­ma­to­grá­fi­ca ro­ban­do dos cá­ma­ras”, ase­gu­ra sin mayor com­ple­jo el di­rec­tor Sami Tlili, otro loco del cine que tras mon­tar un ci­ne­club en su ciu­dad natal, Sous­se, se lanzó a la di­rec­ción. Como ci­neas­ta ama­teur que fue, se ríe de las pe­lí­cu­las de gran pre­su­pues­to. “Por favor, falta una tuer­ca y cunde el pá­ni­co, ¡se para todo el ro­da­je!”, se asom­bra. Su pri­me­ra pe­lí­cu­la, el do­cu­men­tal “Mal­di­to sea el fos­fa­to”, narra las re­vuel­tas en la cuen­ca mi­ne­ra de Gafsa en pri­ma­ve­ra de 2008, en lo que hoy mu­chos con­si­de­ran el ver­da­de­ro ger­men de las re­vo­lu­cio­nes ára­bes. “Pese a los obs­tácu­los, me­re­ce la pena. En el cir­cui­to al­ter­na­ti­vo hemos sido los úni­cos en tra­tar este tipo de temas”, re­fle­xio­na Tlili.- “En una si­tua­ción po­lí­ti­ca como la que te­nía­mos, el ré­gi­men era un ase­sino de sue­ños. A no­so­tros el cine nos ha per­mi­ti­do soñar”.

Este re­por­ta­je forma parte del Dos­sier Eu­ro­med Re­por­ter lle­va­do a cabo por Ca­fé­Ba­bel en la ciu­dad de Túnez.

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