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Pequeñas molestias

Published on

Barcelona

Es­cri­to por Laura A. y Al­bert Llei­da Es­ti­val Hay cosas que son mo­les­tas por na­tu­ra­le­za, o más bien, por que sí para quién es mo­les­ta­do. Mo­les­tan las cosas que no son cómo no­so­tros que­re­mos en ese mo­men­to, justo en ése, no antes o des­pués, ahí ya ve­re­mos, pero en el ahora siem­pre es evi­den­te cómo de­bie­ran ser y cómo en efec­to no lo son. Pu­ñe­tas!

Algunos de esos sujetos son tildados de cascarrabias y caprichosos, a otros se les dice que se calmen y se guarden de ese enfado permanente con el mundo. Pobres nosotros, los incomprendidos. ¡Pero si es tan fácil ver que eso molesta…!

Las malditas colas. Estamos en el banco. Primer punto: ¿por qué diablos las oficinas sólo abren por las mañanas? Segunda cuestión: ¿y por qué abren precisamente los jueves por la tarde? ¿Qué tienen los jueves que no tengan los otros días? La razón de este raro comportamiento parece no tener fundamento en ninguna ForgesFuncionario.jpgparte; miramos por doquier y ¡es que no lo hay! ¡Que no nos engañen! Ahora bien, los trabajadores o los estudiantes que tienen sus actividades por la mañana, ¡ésos sí que encuentran razones para acordarse de sus santas mamás! Además, pongámonos en situación: estamos en la cola para hacer una consulta o para sacar dinero. Son las doce del mediodía. Fuera hace fresco, por lo que no te sacas el abrigo. Entras en la oficina y una mujer muy entrada en sus años te dice muy amablemente que ella es la última. Te fijas en tu objetivo, ese mostrador con el chico de gafas y camisa blanca con rayas azul marino. ¡Que típico! ¿El banquero nace o se hace? Antes de llegar a él, pero, deberás asumir que tus problemas no tienen preferencia sobre los de los demás. ¡Pero cuán duro es eso! Tu estás trabajando o estudiando, te has escapado “5 minutos” y con prisa tienes que tragarte cómo el chico del mostrador cumple con su deber tan amigable que imprime, reimprime, anota, señala, repite, acota, precisa, revisa, destaca y finalmente se despide cordialmente de los jubilados errantes que buscan conversación ahí dónde fuere. Cuatro o cinco procedimientos similares y te toca. ¡Uf! Acalorado, por fin la señora muy entrada en sus años hace ademán de levantarse. Tres minutos después, se levanta. No. De hecho no. Aún no. Que si, que no. Finalmente, ¡por fin!, se va. Te acercas a la silla, te saludan y te sientas. Ya estás allí. Vas a abrir la boca cuando… ¡Ring, ring! suena el maldito teléfono ¡y el muy hijo de su madre lo atiende! Y con una sonrisa trabajada te despide: “discúlpeme un segundito por favor…” ¡”Ito”, “ito” me va a tocar usted el p***!

Pero yo reitero que no soy solipsista, pues sé que existen los “otros” en el mundo. Yo abogo por la igualdad y la democracia pero, por favor, ¡es evidente que mi modo es el óptimo para todos! ¿Verdad?

¿Por qué la gente no se da cuenta de cuándo no quieres que te hablen? Imaginaos que habéis tenido un día espantoso, os ha dejado el novio o la novia, habéis suspendido un examen o os han despedido en el trabajo. No, demasiado típico. Simplemente que no tenéis ganas de hablar y punto. Porque no. ¿Lo entendéis, verdad? Pues bien, ¿por qué en estas ocasiones no te dejan en paz? Un ejemplo claro son a veces los padres; tu procuras escapar de ellos cruzando los pasillos de puntillas, cerrando suavemente la puerta de tu habitación. Pero de repente, ahí lo/la presientes, detrás de la puerta. Miras por el espacio entre la puerta y el suelo y ahí está la sombra de sus pies. Casi puedes ver como dirige su mano hacia el pomo y como lo hace girar. ¡No, que no lo abra! Tu cabeza empieza a implosionar, de dentro a fuera sientes como un volcán de ira invade tu cuerpo y tu mente queda repleta por un repertorio de frases lapidarias aptas para cualquier género, persona y edad. ¡Que quiero estar solo! La puerta se abre poco a poco y, como una tortuga, saca su diminuta cabeza. Os miráis. Ves sus intenciones y él/ella sabe las tuyas pero igualmente allá va: ¿te pasa algo? ¿Quieres hablar? ¡Argh! ¡Que no quiero hablar!

Tampoco me creo perfecto, pero es que me encuentro cada elemento en medio de mi camino… Unos lentos e indigestos, otros raros y objetivamente tocapelotas. Ay Dios ¿por qué me has abandonado?

¿Dónde regalan el permiso de conducir? De verdad que no lo entiendo. ¿Por qué conduce tan mal la gente? ¿Y por qué siempre me los encuentro yo? Un caso clínico: el sinvergüenza que circula por el carril de la izquierda a menos velocidad que la máxima permitida. Y lo peor, no se aparta...

Y aún más pésimo: ¡es que no se entera! Lo avanzas por la derecha y te encuentras con un conductor o conductora que ya tiene cara de eso, de corto de miras. Debe ser que ya hay una cara para eso, de éstas que las ves y piensas: ¡pero que bobo eres! Luego también sucede el típico día que te corre prisa y no encuentras sitio para aparcar. La hora del examen se acerca más y más, empiezas a sudar y a agobiarte. Pero entonces, y lo siento chicas, allí va una de vosotras dirigiéndose a su coche estacionado. Gritas de alegría, saltas, cantas y profesas amor con sorna al prójimo, es decir, al conductor que te pasa por el lado maldiciéndote por haber encontrado sitio antes que él. Sin embargo, te has precipitado amigo. La mujer, ya con sus posaderas bien amoldadas en el asiento, te dirige la mirada y te sonríe; acto seguido coge el retrovisor interior y lo enfoca hacia ella. Piensas: ¡No! La mano izquierda emerge por la ventanilla y ves que su dedo índice estira la piel de debajo su ojo izquierdo. ¡Mierda! Aparece la mano derecha con un lápiz de ojos. En aquel momento, sabes que el tiempo como tal ha desaparecido. ¿No pueden desaparcar y luego arreglarse? No, dónde mejor da la luz es bien aparcadas. De una lógica aplastante. Cómo en aquellas ocasiones en las que la gente aparca o se detiene al final de una calle en dónde hay un cruce, de tal modo que dificulta de una manera insultante nuestro viraje. ¿Por qué ha tenido que parar justo aquí? ¿Es que no lo ve? Por la otra calle aparece también la persona que va de paseo con el coche o directamente no sabe dónde va. ¿Por qué no se apartan cuando comprueban que “de repente” hay treinta vehículos detrás suyo? ¿Cómo puede no reaccionarse así? ¿Qué otro pensamiento puede ocupar sus mentes y que no sea el de “¡cáspitas, la estoy liando!”? Y por si no era suficiente, encima probablemente estará hablando por el teléfono móvil. Y entonces todos gritamos dentro de nuestros coches: ¿y dónde está ahora la policía? ¡Nunca está cuando se la necesita! 

Así pues, señores míos, pido y ruego por favor que me hagan un poquito de caso. Que yo sé que ustedes también lo piensan igual y se han visto reflejados en estas palabras : ¿de que otro modo hubieran podido hacerlo, sino del mío?

Y no molesten, gracias.