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No a la ingerencia democrática de Europa

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La democracia depende sobretodo de una dinámica interna de cada sociedad. Por ello es difícil imponerla desde el exterior, lo que no debe impedir a Europa acompañar el proceso democrático allí donde eclosione.

La estrategia americana, ese dominó democrático que, en un hipotético futuro, debe hacer bascular el conjunto de Oriente Medio hacia el terreno de la democracia, ofrece el ejemplo perfecto de la estrategia que Europa no debe seguir. ¿Observar, proponer, acompañar los proyectos de democracia?: por supuesto. Este es el motivo por el que la Unión Europea envía cada año varios miles de observadores electorales por todo el mundo para catar las nuevas añadas de la democracia. Han sido alrededor de 600 en Ucrania y 260 para las elecciones en Palestina el 9 de enero de 2005. Sin embargo, si Europa puede, como mucho, distribuir firmas en blanco democráticas y reforzar a posteriori las democracias en vía de consolidación, se equivoca al querer iniciar en esos países un proceso de democratización a la «europea».

Línea roja

En efecto, Europa ha conocido las consecuencias trágicas del fascismo, del nacionalismo y del comunismo, y la experiencia de estabilidad política que ha conseguido establecer desde hace 50 años merece un testimonio. Convertirse en una fuerza de propuesta, osar simbolizar un modelo sin caer en la trampa americana no significa recluirse y adoptar una actitud timorata. Formar observadores electorales, favorecer las transferencias de competencias y de saber hacer en lo que concierne a las prácticas democráticas, promover el respeto de los derechos del hombre forma parte de la identidad europea.

Sin embargo hay una línea roja que Europa no debe traspasar con el fin de no convertirse en una fuerza de imposición. Europa se ha acercado peligrosamente de esa línea en el caso ucraniano, y está sobrepasándola alegremente al asociarse a los esfuerzos americanos para imponer una democracia en Afganistán y en Irak. Es una evidencia el afirmar que una democracia impuesta no posee ninguna legitimidad a los ojos de la población. Es desgraciadamente el propio concepto de democracia el que se ve desacreditado cuando las fuerzas occidentales se obstinan en querer «forzar» los procesos de democratización en esos países. Ruanda, donde el colonizador Belga implantó las bases de una democracia representativa, entregando las llaves del poder a la etnia dominante Hutu, y Tahití, donde los Estados Unidos y Europa se obstinan desde hace 10 años en salvar el proceso democrático, son ejemplos trágicos de esas ingerencias democrático-culturales.

Relatividad cultural

Un modelo político refleja una cultura, unos modos de interacción, de producción económicos, sistemas de parentesco y de conocimientos y de todo lo que hace una sociedad, así como su adaptación a su entorno. Según este concepto, el modelo europeo de democracia es sin duda alguna la expresión de su modelo cultural.

Por tomar un ejemplo desarrollado por el antropólogo Geert Hofstede(1) en su teoría sobre la relatividad cultural, una de las primeras distinciones entre sociedades es la del individualismo contra el colectivismo, es decir la relación entre un individuo y sus congéneres. En un extremo de la escalera encontramos las sociedades en las cuales los lazos entre los individuos son extremadamente débiles y donde cada individuo vela principalmente por sus intereses y los de su familia. En el extremo opuesto encontramos sociedades en las que cada cual vela supuestamente por los intereses del grupo al no tener otras opiniones o creencias que las de su grupo. Aparece claramente que la ecuación "una voz/un voto" está poco adaptada a un tipo de sociedad muy colectivista. ¿Por qué Occidente continúa entonces, a pesar de sus fracasos, sometiendo a la democracia a sociedades en las que el sentimiento de identidad nacional está poco desarrollado y donde el mayor riesgo es el de ver un voto étnico predominar y provocar vivas tensiones internas?

La democracia debe ser el fruto de un proceso íntimo y ni Europa ni los Estados Unidos pueden legítimamente exportar su modelo ni sus valores de democracia. Estos, por esencia, sólo pueden ser impuestos por la propia sociedad cuando concibe un modelo democrático adaptado a sus dinámicas internas. La revolución de los claveles en Portugal en 1974, el acceso a la democracia en España en 1975, el derrocamiento de las dictaduras en Argentina y en Chile respectivamente en 1983 y 1989, el vuelco hacia la democracia de los países de Europa del Este en los años 1990, la instauración de una democracia multipartita en Sudáfrica en 1994 y más recientemente la elección de una democracia reflexionada en Ucrania y Georgia...: la historia del siglo XX ilustra magníficamente la necesidad de un proceso de maduración interna para lograr asentar una democracia sólida.

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(1) Geert Hofstede « Relativité culturelle des pratiques et théories de l'organisation » - 1991.

Translated from Non à l’ingérence démocratique de l’Europe !