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Mi experiencia como becario en Praga

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Sociedad

Praga acoge cada año a decenas de erasmus españoles atraídos por sus bajos precios, su ambiente, su belleza y, como no, por su famosa cerveza. Pero no sólo hay estudiantes erasmus, también son muchos los que eligen la ciudad de las cien torres como destino para realizar unas prácticas.

Un amigo Erasmus en Gante me dijo hace unos días una frase que me impactó: “Una vez erasmus, siempre erasmus”. Supongo que define muy bien mi situación. Hace casi ya tres años que me embarqué en la aventura más emocionante de mi vida. Me fui de Erasmus a Bruselas. Fueron 9 meses irrepetibles que me marcaron profundamente. Pero a medida que iba pasando el tiempo sentía que me acercaba, cual Thelma y Louise, a ese precipicio llamado junio. Un salto de altura sin paracaídas hacía la tan temida depresión “post-erasmus”.

La vuelta a casa con “papá y mamá”, el recuerdo a cada momento de tantos meses de experiencias y la sensación de que nada que no tuviese algo que ver con el Erasmus era importante, me abocaron a buscar un antidepresivo  en versión ‘volumen II’; tenía que volver a ser Erasmus. El problema era cómo conseguirlo. Decidí pelear porque mi facultad española incluyera el programa Erasmus prácticas y tras mucho esfuerzo, constancia y tiempo logré incorporarme a él como periodista.

Desde un principio tuve claro que quería un país del centro o del este de Europa para conocer mejor cómo se trabajaba en esta parte de la Unión tan desconocida aún por los españoles. En ese momento pensé que quizás podría probar suerte con las emisoras internacionales que retransmiten en varios idiomas y afortunadamente en Praga había una radio en español. La cadena, como supe días después, era parte de Český Rozhlas, la emisora de radio pública de la República Checa. Tras varios mails sin respuesta y de nuevo una insistencia estoica, logré firmar el convenio de prácticas. Me esperaban 6 meses de Erasmus, pero tenía que convencerme de que nunca sería como el primero.

Vivir como antes de la caída del Muro

El verano pasó, la Navidad también y después de las fiestas llegué a Praga. Mi destino era una residencia de la época comunista considerada una de las más grandes de Europa: Strahov Kolej. Más de 4.500 almas hacinadas en doce bloques a un precio irrisorio. La primera impresión, cuando uno llega, es la de ir pasando uno a uno cada bloque y descubrir que siempre se puede ir de lo malo a lo peor. Como en todo en la vida, siempre ha habido clases y la sociedad post-comunista strahoviana no es una excepción. De un lado hay bloques como el número 10 cuya fachada se cae literalmente, y por otro lado, el lujo del bloque 8, totalmente remozado y donde los españoles tenemos la entrada prohibida tras haber provocado hace unos años un incendio en su interior que obligó a remodelarlo por completo. Afortunadamente pertenezco a la casta strahoviana al vivir en el bloque 12 y pagar apenas 150 euros al mes por una habitación individual. Algo que no es normal aquí, ya que la tónica general suele ser vivir en habitaciones compartidas donde el espíritu del Comunismo -o quizás sea más la vaguería-, dicta la ley no escrita de que los baños aquí son mixtos.

Una de las ventajas de Strahov, junto con su precio, es su ubicación. Enclavada en la colina Petrin, famosa por su réplica de la torre Eiffel que puedo ver mientras me ducho cual erasmus en París, cuenta con un funicular que conecta con Mala Strana, es decir, La Ciudad Pequeña. Pasear por este barrio con sus calles barrocas y su complejo palaciego abarrotado de turistas asiáticos es como estar en un cuento de hadas. A veces tengo la sensación de que al doblar la esquina aparecerá una princesa de Disney, pero al final resulta ser una checa, que, en realidad, nada tiene que envidiar a las más guapas del cuento. Eso sí, en belleza, porque a pesar de que cada checo lleva un músico en su interior, la simpatía no es su don. Y no me extraña. Conquistados a lo largo de los siglos por todo el que pasaba por aquí, los bohemios son desconfiados y antipáticos por naturaleza. Un pueblo cuya palabra favorita es ‘no’ y al que es fácil irritar con tan sólo decirle que vive en Europa del Este o que el checo parece ruso. Mención aparte merecen los revisores del transporte público. Su objetivo en la vida es cazar al turista desprevenido o al español avispado que no ha podido resistir la tentación de no pagar el metro al ver que no hay tornos de entrada. Ellos ocupan el pódium de honor del mal carácter checo y, organizados algunos en mafias ilegales, procuran sacar tajada de las multas.

Un trato descortés que no he encontrado en mi trabajo. De lunes a viernes, paso cinco horas diarias en la radio y más que unas prácticas son un hobby; desde la primera semana me dieron la oportunidad de locutar y dirigir el programa diario, además de encargarme de varias secciones y enviarme a realizar entrevistas y reportajes sobre las actividades que organiza la comunidad hispanohablante, cuya acogida también ha sido fantástica. El único punto negativo es la cara de frustración que se te pone cuando ves día sí y día también a tus amigos salir de fiesta y tu has de quedarte en casa porque al día siguiente, a las nueve de la mañana, tienes que estar decente. Pero eso ya lo sabía cuando vine, que ser erasmus estudiante y becario, no es lo mismo.

Y es que Praga es una ciudad que, a pesar de su gente, enamora. Con docenas de rincones llenos de encanto y por si fuera poco, con el precio de la cerveza por los suelos. Por apenas un euro, es posible beber medio litro de cerveza en un bar. Aquí ser abstemio es casi un delito e ir a un bar a beberse sólo una cerveza es una falta de educación. En definitiva hay muchos más pros que contras y es una experiencia que merece la pena probar. Yo, de momento, me voy a irritar a un checo.