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Meriendas felinas en 'Le Café des Chats' de París

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Lifestyle

Nunca he sido un amante de los gatos. Son unos animales mimados, lo quieren todo y no dan nada. O quizá sean como las prostitutas: los gatos dejan que los humanos les toquemos para conseguir ganancias materiales, pero en su caso comida y no dinero. Prefiero la lealtad sincera de los canis familiaris, pero soy de mentalidad abierta, así que fui al Café des Chats del 10º distrito de París.

Nada más en­trar en la ca­fe­te­ría me in­for­man de que tengo que lim­piar­me las manos con un an­ti­sép­ti­co muy olo­ro­so. Nor­mal­men­te esto se hace des­pués de tocar ani­ma­les, no antes, por lo que se da a en­ten­der que los hu­ma­nos son más su­cios que los gatos. Afor­tu­na­da­men­te no soy muy sen­si­ble y no me sentí ofen­di­do. Me co­men­tan que está prohi­bi­do tocar gatos dor­mi­dos.

Bajo por una es­ca­le­ra hasta una cueva muy bien ilu­mi­na­da, que pa­re­ce haber sido ta­lla­da di­rec­ta­men­te del suelo ro­co­so de París. Es una es­pe­cie de maz­mo­rra aco­ge­do­ra. Hay va­rios gatos dur­mien­do pla­cen­te­ra­men­te en nidos co­lo­ca­dos en la pared y otro está en­ci­ma de la mesa mien­tras una fa­mi­lia le aca­ri­cia. Un gato bebe té de la taza de un hom­bre bar­bu­do. Me sien­to como si es­tu­vie­se en In­ter­net.

Pero lo que más me in­tere­sa no son los gatos, sino los hu­ma­nos. ¿Qué tipo de per­so­na se toma un café con un gato?

Echo un vis­ta­zo a los clien­tes y no puedo evi­tar pen­sar que ellos son los ver­da­de­ros ani­ma­les del lugar. Los gatos duer­men tran­qui­la­men­te o ca­mi­nan con ele­gan­cia, mien­tras que los hu­ma­nos van dando tum­bos, cho­cán­do­se entre ellos, dando gri­ti­tos de emo­ción. Dos jó­ve­nes de­ci­den que, si no pue­den tocar los gatos dor­mi­dos, los des­per­ta­rán para poder ha­cer­lo. Uno de los gatos duer­me en­ci­ma del piano, así que los cha­va­les gol­pean las te­clas, que emi­ten un so­ni­do ho­rri­ble. El gato se des­pier­ta y se lo lle­van con as­pec­to triun­fan­te.

Un ar­ge­lino lla­ma­do Ali se sien­ta en la es­qui­na. Es gran­de y está solo, pero tiene una son­ri­sa in­men­sa. Ex­pli­ca que los gatos tie­nen di­fe­ren­tes sig­ni­fi­ca­dos cul­tu­ra­les en cada país. "En cier­tas par­tes de Áfri­ca se quema un gato para dar buena suer­te a al­guien que se mar­cha lejos", ex­pli­ca. Pero en su Ar­ge­lia na­tal "los gatos hacen lo que quie­ren. En­tran hasta en las mez­qui­tas". Ali me cuen­ta que, cuan­do era joven, tuvo una dis­cu­sión con su padre por­que no de­ja­ba que su gato co­mie­se en la mesa, "así que me llevé una mesa a mi cuar­to y comía ahí con el gato. Tenía su pla­ti­to al lado del mío, co­mía­mos jun­tos". ¿Y por qué ha ve­ni­do al Café des Chats? Saca un ar­tícu­lo de pe­rió­di­co del bol­si­llo y me en­se­ña el anun­cio que le hizo venir. Des­pués se le­van­ta y va a bus­car un gato, ca­mi­nan­do con en­tu­sias­mo, como un ele­fan­te en una ca­cha­rre­ría.

Los gatos, al igual que los bebés, mi­ti­gan el dolor y la vergüenza de las in­ter­ac­cio­nes so­cia­les inade­cua­das. Si hay un bebé o un ani­mal cerca, los si­len­cios in­có­mo­dos se rom­pen to­can­do a esa cria­tu­ra. Se puede in­ter­ac­tuar sin ha­blar. Ni si­quie­ra hace falta tener nada en común, solo hay que to­car­le y son­reír, crean­do un víncu­lo con la otra per­so­na. Para al­gu­nos clien­tes este es el rol del gato. Hay pe­que­ños gru­pos si­len­cio­sos, mi­ran­do ex­ce­si­va­men­te al gato sen­ta­do en su mesa.

El Gato con botas se re­vol­ve­ría en su tumba si viese a estas fe­ro­ces má­qui­nas ase­si­nas, tan pre­ci­sa­men­te cons­trui­das, he­chas un ovi­llo en el sofá y ven­dien­do sus cuer­pos en una cueva sub­te­rrá­nea de París. Hay una cu­rio­sa ten­sión entre la cons­truc­ción del gato y su reali­dad dia­ria. Los gatos do­més­ti­cos lle­van dos vidas pa­ra­le­las, ca­zan­do pá­ja­ros y des­mem­bran­do ra­to­nes sin com­pa­sión para des­pués vol­ver a casa y dejar que les ras­quen las ore­jas mien­tras duer­men. Si un hu­mano se com­por­ta­se así se diría que es un psi­có­pa­ta es­qui­zo­fré­ni­co, pero los clien­tes no pien­san lo mismo.

Dos chi­cas es­ta­dou­ni­den­ses están en plena ac­ción, co­rrien­do por todas par­tes, per­si­guien­do ani­ma­da­men­te el li­mi­ta­do su­mi­nis­tro de gatos. Las saco de la per­se­cu­ción para ver qué pien­san. ¿Por qué vi­nie­ron al Café des Chats? "¡Por­que los gatos son una mo­na­da!". ¿Por qué son monos? "¡Por­que son súper monos!", ex­cla­ma Sarah, de 21 años. Estoy ma­ra­vi­lla­do con el ta­len­to que tie­nen los es­ta­dou­ni­den­ses para cum­plir tó­pi­cos. "Son muy monos", con­ti­núa Sarah, "y son muy sua­ves y te tran­qui­li­zan. Les gusta re­la­jar­se y va­guear, que es to­tal­men­te la at­mós­fe­ra que de­be­ría haber en una ca­fe­te­ría aco­ge­do­ra como esta. Crean un am­bien­te per­fec­to para re­la­jar­se y pa­sár­se­lo bien".

Sarah ha dado en el clavo. Ni­co­le, otra clien­ta de la ca­fe­te­ría, me cuen­ta que los ani­ma­les tie­nen un poder te­ra­péu­ti­co único. "En la cár­cel hacen te­ra­pia con pe­rros", me co­men­ta, "y hay pre­sos que dicen que 'si no tu­vie­se 5 mi­nu­tos al día con un perro, ya me ha­bría sui­ci­da­do'". Los ani­ma­les se usan cada vez más en las pri­sio­nes de forma te­ra­péu­ti­ca para ayu­dar a los con­de­na­dos a su­perar trau­mas emo­cio­na­les. De hecho, la "te­ra­pia asis­ti­da con ani­ma­les" está re­co­no­ci­da como tra­ta­mien­to para los dro­ga­dic­tos. ¿Están los clien­tes del Café des Chats par­ti­ci­pan­do en una te­ra­pia emo­cio­nal sin ser cons­cien­tes?

¿Qué puede con­tar­nos esta ca­fe­te­ría sobre el es­ta­do de la so­cie­dad? ¿Es un sín­to­ma de nues­tra ob­se­sión con los es­tí­mu­los sen­sua­les? ¿Ma­te­ria­lis­mo en es­ta­do puro? Hoy en día, en vez de es­ti­mu­lar el ce­re­bro con el pe­rió­di­co, al beber café se es­ti­mu­la el cuer­po con un gato. Lo sen­sual re­em­pla­za lo ce­re­bral. O quizá el Café des Chats sea un sín­to­ma de la so­le­dad in­he­ren­te al ser hu­mano, una so­le­dad que se ve acen­tua­da con la frag­men­ta­ción so­cial de las me­tró­po­lis mo­der­nas. Pa­re­ce que, al vivir cada vez más jun­tos, nos ale­ja­mos cada vez más. ¿Pue­den los ani­ma­les ayu­dar­nos a su­perar este ais­la­mien­to? Puede que la ca­fe­te­ría sea un de­ri­va­do de la cri­sis eco­nó­mi­ca, que nos ha arre­ba­ta­do los re­cur­sos para tener gatos no­so­tros mis­mos y a la vez au­men­ta nues­tras an­sias de ca­ran­to­ñas re­con­for­tan­tes y afec­to de­sen­fre­na­do.

Es­ta­ba co­gien­do la car­te­ra cuan­do me di cuen­ta de la ho­rri­ble hu­mi­lla­ción que deben de so­por­tar estos gatos (o so­por­ta­rían, si fue­sen gatos mar­xis­tas). La hu­mi­lla­ción de ser con­tro­la­dos por des­co­no­ci­dos que ni les co­no­cen ni quie­ren co­no­cer­les: "Tu sua­vi­dad por mi di­ne­ro". Esta no es una re­la­ción so­cial entre igua­les, es una re­la­ción eco­nó­mi­ca donde un su­je­to de con­vier­te en el ob­je­to de valor eco­nó­mi­co, co­mo­di­dad, fe­ti­chis­mo. Una ­cosificación pura y dura. Pero Sa­mant­ha, una de las em­plea­das de la ca­fe­te­ría, re­suel­ve mis te­mo­res. Dice que los gatos no su­fren nin­gu­na pre­sión: "A veces de­ci­den dor­mir todo el día… Solo se acer­can a los clien­tes cuan­do quie­ren". Es una re­la­ción sim­bió­ti­ca en la que los gatos y los clien­tes com­par­ten la re­com­pen­sa emo­cio­nal. Esta ex­pe­rien­cia no me ha con­ver­ti­do en un aman­te de los gatos, pero mis pre­jui­cios sobre ellos sí que han cam­bia­do.

Translated from The Paris Cat Café: Le Café Des Chats