¿Me callo o no me callo?
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El dilema hamletiano de la Comisión en cuestiones medioambientales, entre eficacia discreta y visibilidad institucional.
¿Quieren que les diga algo sobre la política medioambiental de la Comisión Europea? No se lo digan a nadie, pero no existe (chut). Pero lo cierto es que no se sabe si es mejor o peor así. Me explico, los Tratados de la Unión no crean una política medioambiental comunitaria, en el sentido en que existe una política comercial o una política agrícola, sino que se dan como objetivo que toda acción comunitario, toda decisión, tenga en cuenta las cuestiones ecológicas, es decir imponen una “ecocondicionalidad” transversal. Y la Comisión, que se toma en serio estas cosas, aplica esa regla, e introduce condiciones o estrategias “verdes” en la política energética, la de transportes, la industrial o la internacional (1), con la firma del Tratado de Kyoto, el mayor exito de la Comisión en este campo. En efecto, este Tratado lo han firmado todos los países individualmente, pero también la Unión y se ha confiado a la Comisión el papel de “vigilar” su puesta en práctica y de asegurarse que cada país toma realmente las medidas necesarias para la reducción de las emisiones de dióxido de Carbono.
Otro gran avance es la lenta imposición del principio de “quien contamina paga”, que obliga al responsable del daño medioambiental a costear su resolución y, por lo tanto, introduce dos conceptos importantes: por un lado, el del “daño”, comparable al daño material o moral causado por una acción considerada por ello ilegal; por el otro, el de la responsabilidad ecológica, principio extremadamente importante que debería introducirse poco a poco en nuestra cultura política y sobre todo cívica.
¿Hay algún ciudadano verde por ahí?
Este y otros principios se destilan en los textos adoptados en Bruselas (directivas o reglamentos, en general), que imponen a los Estados toda una serie de prohibiciones y obligaciones, a las que han consentido al votar el texto y que no siempre respetan. En la denuncia de esas desobediencias, que son, estrictamente hablando, ilegales, contrarias al derecho comunitario, el papel de las ONG y de los ciudadanos europeos es extremadamente importante. Concretamente, es nuestro deber colectivo informar a la Comisión, y en particular al mediador europeo , de toda situación contraria a las reglas comunitarias, ya sea en términos de deshechos o de estado de las playas. De toda negligencia o infracción, el Estado es responsable frente al Tribunal de Justicia: puede ser condenado y obligado a pagar una multa.Concretamente, no tienen ustedes más que ir a la página del mediador (2), denunciar una situación y él les dirá si ésta es legal o no. Así que, ya saben, a tomar nota y a denunciar.
Así pues, no hay política medioambiental europea, pero la Comisión Europea es probablemente la institución que más hace en todo el continente por defender nuestro medio ambiente común, el de todos los europeos, porque si algo ignora las fronteras, ese algo es la naturaleza. Pero, qué decir de una iniciativa, no legislativa ni reglamentaria, como es ésta “semana verde” organizada por la Comisión esta misma semana, entre el 2 y el 5 de junio?
Meterse con la Grandeur...
La tal “semana verde” es una simple campaña de sensibilización de la opinión pública al tema central del desarrollo sostenible, en la que se intenta explicar todo lo que está en juego y todo lo que la Unión hace en ese sentido (3). Pero es interesante notar que, en Francia, se llamará la semana “del desarrollo sostenible”, aunque las acciones no varíen considerablemente respecto a los otros países (4). Es cierto que a París siempre le gusta desmarcarse, pero en este caso su comportamiento es muy revelador. El Presidente de la República en persona, Jacques Chirac, ha conseguido apropriarse el término de développement durable ante a la opinión pública francesa, gracias al emocionante discurso que dio en la cumbre organizada sobre el tema por la ONU en Johanesburgo en el mes de septiembre pasado (5). Por supuesto, el Eliseo no piensa permitir que la Comisión aproveche la más mínima oportunidad para presentarse como el paladín del medio ambiente, ahora que el propio Chirac ha decidido serlo. De ahí el cambio de nombre y la apropriación de la manifestación. Lo cual significa, simplemente, que la Comisión y el Eliseo son dos instituciones que rivalizan en la batalla por el favor de la opinión pública. Por supuesto, ello se debe en gran medida a la naturaleza política de la defensa del medio ambiente: defenderlo con palabras es electoralmente y estéticamente rentable, incluso si los hechos no siguen, lo cual es el caso de Chirac, no creo que haga falta decirlo.
La Comisión es coqueta: se preocupa por su imagen
Hay que notar que esto es algo relativamente nuevo: tradicionalmente, la Comisión aceptaba su papel de institución en la sombra, que hace un gran trabajo pero tiene una imagen de tecnócrata gris, con el que ningún fenómeno de identificación es posible. Sin embargo, y en particular desde que Romano Prodi la dirige, la institución intenta mejorar su imagen y conseguir ser identificada a temas atractivos y limpios, como en particular el medio ambiente, a través de iniciativas como ésta, o la jornada sin coches (6).
Evidentemente, si escribo este artículo es porque me parece que la mejora de la imagen de la Comisión (7), así como la toma de consciencia sobre los temas medioambientales y las medidas que hay que tomar, me parecen cuestiones de primera importancia, pero hay que notar que esta estrategia puede revelarse peligrosa, e incluso fatal. En efecto, el funcionamiento de las instituciones comunitarias es un equilibrio precario: los Estados aceptan legislaciones medioambientales en Bruselas porque saben que es el único modo de mejorar el medio ambiente sin dañar su competitividad relativa respecto a los otros Estados miembros, sus principales competidores. En cambio, exigen discreción de la Comisión, para poder desarrollar una argumentación simple frente a la opinión pública: si sale bien, es gracias a mí, si sale mal, es culpa de Bruselas. Como la lucha por la protección del medio ambiente avanza, la Comisión corre un riesgo al atribuirse el mérito: si consigue que su campaña mediática triunfe, los gobiernos lo podrían pagar en términos electorales, puesto que su política medioambiental dejaría de ser un buen argumento de campaña. Y no les haría mucha gracia, verdad? En realidad, esa situación podría incluso llevar a una parálisis del proceso de síntesis legislativa medioambiental.
Siento tener que decir, por lo tanto, que la discreción mediática de la Comisión es una de las condiciones de su éxito, y más en un contexto como el actual, en el que la Convención sobre el futuro de Europa tiende a reforzar el pilar integubernamental de la Unión, en particular el Consejo Europeo, en su detrimento. En todo caso, el dílema hamletiano que divide a la Comisión entre el papel del gris pero eficaz trabajador en la sombra y el de gran institución controlada por los medios y que compite con los gobiernos por la atribución de las medallas, no parece tener respuesta a corto plazo. Pero si se elige la segunda opción, habrá de atenerse a las consecuencias...