Los viejos ya no son viejos
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Debemos replantearnos la imagen asistencial de la vejez antes de especular con el futuro. El sistema de pensiones es el humo pero, ¿dónde está el fuego?
Se afirma que el envejecimiento demográfico de la UE será la peste que conllevará la saturación del sistema sanitario, la incapacidad para sostener el Estado de bienestar, la carestía de mano de obra, la pérdida de creatividad e incluso el conservadurismo político. Se supone de esta manera que las características de la vejez individual son conocidas e inalterables.
Tenemos tendencia a asimilar los rasgos sociales que caracterizan a la vejez en un lugar y momento histórico determinados a los efectos biológicos de la senectud sobre el cuerpo humano. Por si fuera poco, bajo intenciones de buen samaritano negamos a los viejos hasta su nombre, utilizando eufemismos, y les asociamos a la necesidad de ayuda económica, a la incapacidad para el trabajo productivo, a la soledad y al estatismo, a la pobreza y al conservadurismo. El tono asistencial y protector hacia los viejos ha traído como efecto negativo la condena a una visión conmiserativa.
El estereotipo de vejez que se ha acantonado en nuestras cabezas es el que corresponde a una generación que ya era demasiado mayor cuando el proceso de industrialización terminó y no supo reciclarse y someterse al dinámico mercado de consumo de masas.
Una visión estroboscópica
Pero las nuevas tecnologías han hecho obsoletos los conocimientos de los trabajadores maduros y han acelerado y aceleran su jubilación. En consecuencia, hoy no podemos asociar retiro y edad provecta. Recurriendo a la heurística, podemos asegurar que en el futuro inmediato la vejez será menos solitaria, con independencia domiciliar y económica, serán los viejos los que ayuden a los jóvenes. Una vejez urbana con movilidad espacial, como ya se ve en los países de Europa (Francia, Alemania) en los que el proceso de industrialización comenzó antes. El sur de Europa, principalmente, tiene que eliminar ese concepto retrógrado del viejo inútil que nos lleva a pensar que no es que vivamos más años sino que tardamos más en morir. Los viejos ya no son viejos y debemos tenerlo en cuenta a la hora de hacer las previsiones.
Los informes catastrofistas, incluido el de 2001 del Comité de Política Económica del Consejo de la UE, basan sus conclusiones en una inmutable baja natalidad y en un escaso crecimiento económico (PIB), además de no tener en cuenta el nuevo concepto de vejez.
Obcecarse en modificar el sistema de pensiones para conseguir un alivio sintomático y no atacar el núcleo de la enfermedad la pérdida de población, el desempleo por desidia- es un error que quizás, solamente quizás, esconda intereses espurios. Escribía el escritor uruguayo Mario Benedetti en su libro La Tregua: Sólo me faltan seis meses y veintiocho días para estar en condiciones de jubilarme. Verdaderamente, ¿preciso tanto el ocio? Yo me digo que no, que no es el ocio lo que preciso sino el derecho a trabajar en aquello que quiero. Sugiere pues la interrelación entre jubilación y calidad laboral. Veamos entonces esta maraña de manera global y estroboscópica, sabiendo que el sistema privado de pensiones no es la panacea universal.
La solución al problema la encontraremos a medio-largo plazo: actuando sobre el excesivo precio de la vivienda, facilitando a los jóvenes formar nuevas unidades familiares, incorporando a la mujer al trabajo remunerado en los países del sur de la UE, creando empleo de calidad y a tiempo parcial como renta complementaria y no como clavo ardiendo al que agarrarse. Todo ello con la varita de una política de inmigración adecuada.
El esfuerzo a realizar en los próximos cincuenta años será asequible si tenemos en cuenta que dispondremos de una base de riqueza muy superior a la de hace tan sólo unos años, gracias a los incrementos masivos de inmigración que pide la Comisión Europea hasta 2030 y el lógico crecimiento del PIB de la UE. La solvencia del sistema público de pensiones está garantizada si se cumplen ciertas condiciones (en España, por ejemplo, bastaría con un crecimiento anual del PIB del 2,5%, según un reciente estudio del sindicato Comisiones Obreras).
No obstante y desde el nuevo concepto de vejez, debemos evitar que el árbol de la ideología nos impida ver el bosque del conocimiento. No es un axioma que los sistemas públicos de pensiones basados en los principios de reparto y prestación definida sean más equitativos que los sistemas de capitalización y de contribución definida. En un sistema de reparto, el gobierno impone impuestos a los trabajadores activos para pagar las pensiones de los trabajadores jubilados, rompiendo de este modo el dualismo esfuerzo-recompensa. El sistema privado de capitalización individual ha funcionado bien en países de América Latina como Chile, estableciendo un vínculo lógico entre el esfuerzo individual y los beneficios, pero es preocupante la debilidad ante la inflación de este tipo de sistemas previsión.
Sin miedo a lo público
Es evidente que los fondos privados de pensiones suponen un negocio muy rentable para las entidades financieras. Es también incuestionable que estas empresas han influido y mucho a la hora de crear corrientes de opinión que anuncian el Apocalipsis si continúa el actual procedimiento. A pesar de ello está claro que para consolidar un sistema público de pensiones debe existir un sistema privado de capitalización de carácter voluntario, al que no se acceda simplemente por miedo al cataclismo de lo público.
Visto de este modo, un sistema público de pensiones complementado parece una buena alternativa a la que realmente sería la solución más fácil: que el Estado devolviera a la familia su tradicional papel de cuidadora de ancianos. Por arte de magia se aligerarían las cargas presupuestarias encaminadas a la protección de la vejez, disminuyendo la presión fiscal desplegada sobre los jóvenes; éstos dispondrían de recursos necesarios para la formación de nuevos hogares, así la natalidad podría aumentar e invertir el proceso de envejecimiento demográfico. Sin embargo, esta magistral receta de la abuela parece no tener cabida dentro del actual y diluido concepto de familia. El abuelo, sin duda, está mejor en la residencia.