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Los refugiados en Hungría: Crónica de una 'anti-utopía'

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Sociedad

Hungría no esperaba tener que hacer frente a la crisis más grave de refugiados que ha conocido el suelo europeo desde la Segunda Guerra Mundial. Si ver a sus propios ciudadanos emigrar era ya un triste hábito, nada preparó al país para tener que acoger en masa a los que huyen de las guerras. Ya se ha dicho de todo sobre la "inhumana reacción húngara", pero conviene aportar algunos matices. 

Incluso antes de que el problema llamara la atención del resto de Europa, el Gobierno de Viktor Orban ya se había distinguido desde el principio por su tendencia radical: Campaña de choque en mayo con carteles para hacer crecer el miedo entre la población (hábilmente desviado hacia la sociedad civil), construcción de una valla de alambre de espinas a lo largo de la frontera serbia, envío de tropas armadas... Aislado por la inacción de otros países europeos y enfrentada a un problema demasiado grande para ella, Hungría se encuentra dividida. 

Por una parte, están a quienes les provocan pánico las imágenes de algunas personas que caminan por las vías del tren con sus hijos en brazos. Por otra, quienes frente a esta catástrofe humanitaria se mueven y deciden reaccionar. A principios del mes de agosto, había más de 2.000 personas manifestándose contra la construcción del muro, con la eficacia que ya conocemos. Los periodistas empezaron a llegar y las historias a fluir, cada vez más tristes, cada vez más angustiosas. "Fletan trenes enteros para hacer venir a todo el mundo a Budapest para que se registre", me dijo ese día con voz plana un conocido que volvía de la frontera. "Llegan en masa a las estaciones, hay que verlo para creerlo".

Cuando la miseria llama a nuestra puerta

"Hay que verlo". Este mantra nos ha acompañado durante semanas, sin que fuera posible evitarlo. No todos los días vemos el caos del mundo llamar a nuestra puerta. La barrera mágica que supone nuestra pequeña pantalla azul no ofrece aquí ese cómodo distanciamiento. Lo hace incluso peor, con una gran cantidad de imágenes y artículos siniestros que nos acosan tras cualquier conexión. Ya no se trataba de Siria o de Afganistán, sino de la estación de tren, aquí, a dos paradas de metro. Y entonces lo vi, sin intervenir, sin hacer fotos, sin hablar. En la estación de Keleti vi el calor, la locura, la espera y toda la ansiedad y el malestar que comporta. 

Durante todo ese tiempo, los políticos estuvieron parloteando. Durante ese tiempo, dejamos de contar con el Gobierno, demasiado ocupado en desplegar alarmbre de espino en la frontera. Tuvimos que hacer frente al problema nosotros mismos. Desde asociaciones como Migration Aid o la Cruz Roja tomaron el relevo, pidiendo donaciones y pidiendo ayuda. Y la ayuda llegó, en cajas de ropa y de comida, centenares de manos que organizaban, traían y distribuían. Prestaban su coche para acercar a alguien al hospital sin separarle de su familia, traían balones de fútbol, peluches y juegos de mesa, hojas de papel y lápices de colores para mantener ocupados a los niños y ayudarles a pasar el rato. También hacían llamadas más concretas para cargadores de teléfonos, champús, botes de conservas, pañales para los bebés.

El municipio de Budapest parecía haberse dado cuenta del problema. Como prueba, equipó las zonas de tránsito con lavabos y grifos de agua corriente, pero nunca parecía ser suficiente. Había montañas de ropa donada que había que ordenar, así que había que acordarse de la petición de una chaqueta más gruesa, un pantalón, un polo -fingiendo no darse cuenta de las pequeñas arañas que se escapaban. Pilas de cajas llenas, hacinadas apresuradamente, listas para partir hacia los diferentes campos que amenazaban con colapsar. Y cada día nuevas personas que llegan, nuevas necesidades. Nunca hay el tiempo suficiente, ni siquiera el estrictamente necesario.

Angela Merkel, trenes y una zancadilla

Entonces llegó la primera semana de septiembre y todo subió un nivel: La tensión, la paranoia. El día 1 de septiembre, los policías empezaron a evitar que los refugiados subieran a los trenes si no habían sido debidamente registrados, provocando la primera ola de indignación. Al día siguiente, la MÁV (la compañía ferroviaria húngara) decidió suprimir todos los trenes que se dirigían hacia el oeste, hacia Viena esencialmente. Clamor general, bloqueo y crispación. El tránsito ya no podía calificarse verdaderamente como fluido y empezó a congestionarse con el ritmo infernal de las llegadas cotidianas. Las noticias en la televisión mostraban imágenes apocalípticas de una multitud hostil agitando el puño y desafiando a la policía, todos en masa a las puertas de la estación. Se llegó a hablar de "motín". Corrían rumores, propagados por los voluntarios en el lugar, de que un canal gubernamental había dado la orden de no grabar a mujeres ni a niños, sólo a hombres, preferentemente enfadados y amenazantes. La explanada de la estación estaba oscura tanto de noche como de día, la atmósfera cargada de incomprensión y de miedo, aunque reinaba la calma a pesar de algunos momentos de tensión.

El 3 de septiembre se anunció que saldría un tren en dirección a Sopron, cerca de la frontera austríaca, que saldría lleno. Al final se paró en Bicske, a una hora de Budapest, donde se encuentra uno de los campos de refugiados más grandes del país. Allí también, las imágenes increíbles de policías obligando a decenas de personas a bajar del tren, arrastrando por los pies a aquellos que se lanzaban a las vías desesperados, se expandieron por la red. Mientras tanto, Angela Merkel anunció que Alemania acogería a 800.000 refugiados en su territorio, lo que suscitó enormes esperanzas. En las estaciones resonaban gritos de "Ayúdanos Alemania" y de "Hungría déjanos ir". Pero los trenes permanecían en los andenes. El viernes 4 de septiembre, más de 400 personas iniciaron su ruta a pie, desafiando a las autoridades. Ironías del calendario, un partido de clasificación para la Eurocopa que enfrentaba a Hungría y Rumanía hizo que se temieran ataques de hooligans contra los caminantes y contra aquellos que estaban asentados en Kaleti, con el primer bebé nacido en el lugar la víspera. Efectivamente, sí se produjeron algunos ataques. Médicos voluntarios contaron que algunos refugiados intentaron formar una barrera con sus cuerpos para evitar ser golpeados. Fue esa noche cuando los diques cedieron y varios autobuses fueron fletados para transportar de urgencia a más de 3.000 personas a Austria. Algunos de los que marchaban a pie pudieron ser recuperados después de caminar casi 200 km bajo la lluvia, y esta situación incontenible sí pudo ser contenida, al menos durante un tiempo.

Después se ha hablado menos de la estación de Keleti, pero la efervescencia sigue reinando allí, aunque esta vez las donaciones y la atención se han desplazado fuera: Al campo establecido en Röszke, cerca de la frontera. Las historias continúan, como la de la huida desesperada de los refugiados a través de los campos para evitar que les tomaran las huellas por la fuerza. Ahora que desde el 15 de septiembre la armada húngara se encuentra en el lugar para evitar el paso por la fuerza, los refugiados prueban suerte con la frontera croata, después la eslovaca, y el éxodo continúa...

"Y todo eso no habrá sido más que un mal sueño"

Y fuera de toda esa efervescencia, ha resultado sorprendente comprobar para cuántos ha sido fácil ignorar el problema. Fuera de las inmediaciones de las estaciones de tren, nada parece haber cambiado. El festival Sziget se desarrolló tal como estaba previsto, no sin ciertos paralelismos entre la situación de los refugiados y los extremos de estos dos mundos forzados a convivir. Quienes no vivían en la capital se imaginaban una ciudad de fuego y sangre, aferrados a su televisión, en la que se reproducían sin cesar las mismas imágenes de las estaciones que no dejaban de estar llenas. 

Quizás comprendamos en este momento que las preocupaciones más inoportunas a las que nos enfrentamos con la gran reubicación sean los terroristas infliltrados, todo ello siseado entre mandíbulas apretadas. Hemos reprendido a Alemania y Reino Unido, a salvo detrás de los acuerdos de Dublin y contentos de dejar a Hungría en el fango. Pero al final la empatía ganó al pánico. Los que permanecían en las estaciones evocaban con miedo a las decenas de niños "que juegan en las escaleras aunque ya deberían estar en la cama con un cuento, a estas horas". Como en todo el mundo, también han visto las imágenes de la periodista Petra László y su zancadilla en pleno reportaje, con la consiguiente oleada de ira provacada por su acción. 

"Ya veréis como nos despertamos mañana y todo esto no habrá sido más que un mal sueño", escuché un día a un padre decirle a sus hijos pequeños, un eco de eso que muchos piensan en el momento de levantar el alambre para dejar pasar a su hijo al espacio Schengen.

La mayoría de los medios han criticado el tratamiento inhumano que Hungría ha hecho de la situación. Y aquí hay que responder que no, que la confusión como hábito no va a ayudar a nadie. Hay que acabar con la glorificación de la reacción alemana si no sirve más que para aplastar la actitud húngara. No hay que negar u olvidar a todos aquellos que, a pesar de las serias dificultades en las que se encuentran, se enfrentan desde el principio a la propaganda para que la humanidad sobreviva. No, Petra László no es Hungría. Ni tampoco Viktor Orban.

Translated from Les réfugiés en Hongrie : chronique d’une dystopie