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Los millenials búlgaros se van al campo: una alternativa verde

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Varias decenas de jóvenes desencantados han abandonado las ciudades de Bulgaria en busca de un modo de vida alternativo y sostenible. En un país con un entorno rural subdesarrollado que se está quedando vacío, ellos van a contracorriente y restauran casas antiguas en pueblos casi abandonados. Una ONG europea ha impulsado una ruta anual que pone en contacto a estas personas para compartir ideas y combatir su gran desafío: la soledad.

En el pueblo de Borche no vive casi nadie. Cuesta encontrar una casa que no esté deshabitada y es poco probable cruzarse con alguien que no sobrepase la edad de la jubilación. Él, aún en la veintena, llegó hace unos meses para dar vida a un lugar que se muere. “Vine con la idea de crear una comunidad, de estar más cerca de la naturaleza, pero los comienzos son duros. No me di cuenta de cuánto necesitas que haya gente a tu alrededor y yo no tenía con quien compartir las cosas”, explica desde la vivienda cuyos muros trata de restaurar.

En otro municipio solitario, Teodor comparte con un amigo una casa de campo custodiada por un huerto lustroso. En algunas épocas, la explanada verde que bordea el terreno se abarrota con las tiendas de campaña de visitantes varios; llegan para celebrar talleres y charlas o simplemente para pasar una temporada lejos del bullicio. Es entonces, al percibir la admiración de otros hacia su vida bucólica, cuando todo cobra sentido.

Hacen nuevas amistades pelando patatas en grupo, comparten una mesa multitudinaria con gente diversa y al anochecer un pequeño fuego alumbra una charla que durará hasta la madrugada. Sin embargo, las escenas idílicas se alejan conforme los amigos vuelven a la ciudad para retomar el trabajo.

Entonces aparecen las dificultades con las cosechas, con las que no tienen experiencia, y las tardes de sopor. “Hay muchos buenos momentos, pero también malos”, reconoce Teodor. “Queremos ver cuánto nos cuesta cultivar nuestra propia comida, qué ganamos y qué perdemos viviendo aquí”, cuenta.

La caravana sostenible

Borche y Teodor son dos de las varias decenas de jóvenes búlgaros que han abandonado la actividad frenética de la ciudad para buscar una existencia alternativa en la Bulgaria rural. En tiempos de alarma por la crisis climática, de Greta Thunberg y Extinction Rebellion, muchos proclaman la necesidad de un cambio, pero pocos están dispuestos a transformar su forma de vida.

Ellos han tenido la determinación para ello: reconstruyen casas antiguas en pueblos casi abandonados, tratan de abastecerse con los alimentos que cultivan e intentan utilizar solo materiales reciclables o reciclados. Son estudiantes inquietos, ingenieros desencantados, enfermeros de vocación creativa y muchos otros con perfiles varios.

En algunos casos, forman grupos de varias personas que fundan algo así como una comuna millenial; en otros, individuos en solitario con un terreno que habitar y la esperanza de atraer a otros que piensan como ellos.

"En la naturaleza me siento libre, como un niño, nadando, escalando, saltando de roca en roca. Me siento yo mismo".

Para conectarlos a todos, combatir su aislamiento y hacer de múltiples intentos inconexos un movimiento común, la ONG Green Association impulsó hace dos años la llamada Green Summit. En esta ruta anual de varias semanas por las zonas rurales de Bulgaria, una caravana ambulante con voluntarios de todos los países va de pueblo en pueblo haciendo parada en lugares en los que se ha puesto en marcha algún proyecto sostenible.

En cada destino y encabezados por Aleko, el creador del proyecto, dedican una jornada de trabajo a ayudar en lo que se necesite, ya sea arrancar la maleza, reforzar una fachada con arcilla o construir una nueva canalización para el agua. También se hacen pan y mermelada o se corta y recoge caña de azúcar. El poder de la multitud permite avanzar en un día lo que llevaría una semana. A cambio, los anfitriones ofrecen una cena copiosa y rakia -licor nacional y orgullo patrio- hasta que el cuerpo aguante. Al amanecer, seducidos por la aventura, muchos de estos jóvenes se unen a la ruta. El objetivo de la iniciativa es ir sumando en cada parada a todo aquel que se quiera apuntar para crear una red de contactos y sinergias.

La Europa vacía

En Bulgaria todo el mundo se está yendo: a la ciudad los chicos de provincias, a las metrópolis del oeste los jóvenes sin futuro. Las zonas rurales, a las que el dinero de la Unión Europea nunca llegó, quedan ancladas en el tiempo, con infraestructuras decadentes y una media de edad que roza la jubilación. Más de un millón de personas (de una población total de 7 millones) ha cambiado el campo por la ciudad en los últimos 25 años.

Esta tendencia, en cambio, acerca al país balcánico a la mayoría de sus vecinos europeos. El centro de la península Ibérica (conocido como la España vacía) tiene menos densidad de población que Laponia; un tercio de los pueblos italianos está en riesgo de despoblación; la “diagonal del vacío” en Francia es un área con menos de 30 hab/km2.

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Y en las zonas rurales de Bulgaria, donde 1133 pueblos tienen menos de 50 habitantes, se encuentra además la mayor tasa de jóvenes que ni estudian ni trabajan de toda la UE (41%). En este contexto, ¿a quién se le ocurre dejar la universidad y la vida en la capital para instalarse en el campo? “Con 18 años, estudiaba Programación y pensaba que la ciudad era el sitio donde había que estar”, recuerda Teodor.

Un verano de acampada en la montaña transformó sus certezas. “Volví a mi casa en la ciudad después de un mes. Todo lo que pensaba era ‘¡por fin voy a ducharme en un baño de verdad!’ Empecé a hacerlo, pero me sentí muy raro: los muros del baño me agobiaban. Comencé a echar de menos el campo abierto. Pensé: ‘Ya no me gusta estar aquí’. En la naturaleza me siento libre, como un niño, nadando, escalando, saltando de roca en roca. Me siento yo mismo”, relata Teodor.

"Creo que todos los seres humanos tenemos la capacidad de crear, de hacer algo diferente. Yo sentía que no podía llegar a ello con la vida que tenía”

El detonante principal para esta deserción urbana es, a menudo, más personal que ideológico. Uno raramente comienza una vida en el campo por el bien de la sostenibilidad del planeta. Lo hace más bien para dejar atrás el estrés de la oficina y las ataduras de la existencia en la ciudad; quizá en busca del calor humano de una comunidad que haga olvidar el individualismo del urbanita; o por el atractivo de un día a día entre ríos, árboles y rocas.

“Yo no tengo problemas con la ciudad ni con el Gobierno”, cuenta Rumen, que trabajaba en un hospital y tenía una vida que cualquiera consideraría apacible. “Simplemente, creo que todos los seres humanos tenemos la capacidad de crear, de hacer algo diferente. Y yo sentía que no podía llegar a ello con la vida que tenía”. Buscaba, en definitiva, liberar sus instintos, llegar a lo que Sartre llamaría la autenticidad.

Internet y naturaleza

Sin embargo, el rechazo a un modo de vida basado en el consumo y la acumulación sí es el telón de fondo que tienen en común estos jóvenes. Aunque con proyectos distintos y con condiciones materiales diferentes, todos ellos comparten la búsqueda de una forma de subsistencia sostenible y en harmonía con la naturaleza.

La producción industrial, los transportes, la red energética: la lucha contra el calentamiento global exige una alteración de los pilares de nuestra organización social. A la espera de una transformación sistémica, los proyectos de muchos de estos jóvenes tratan de limitar su impacto medioambiental de formas diversas: desde la utilización de los métodos de la permacultura, una disciplina con gran recorrido en el diseño de entornos sostenibles, hasta ocurrencias para el ahorro de energía como una lavadora a pedales.

“Tratamos de ser autónomos, pero dentro de un equilibrio. No queremos estar sin teléfono o internet, buscamos el equilibrio entre lo espiritual y lo material”, explica Rumen. Borche deja claro que no quieren volver atrás en el tiempo a una vida analógica. “No rechazamos la tecnología. De hecho, la tecnología nos permite tener coches y usar internet y es así como podemos estar conectados”.

Esta síntesis de campo y electrónica es un rasgo de la modernidad que pretende hacer frente a un inconveniente imperecedero de la vida en el campo: la soledad. En pueblos casi deshabitados, la capacidad de estar en contacto digital con amigos y familiares pese a vivir lejos de ellos alivia el aislamiento. Pero no acaba con él: “Por eso empecé a viajar, para ver qué ideas tenían otros que buscaban lo mismo que yo, para compartir cosas”, dice Borche, que se unió a la Green Summit cuando la caravana paró en su casa y desde entonces no ha dejado de colaborar con ella.

“Nuestro camino no es quedarnos en esta casa solos”, afirma también Teodor, “sino viajar, sumarnos a iniciativas como la nuestra y dar a conocer nuestra visión a otras personas”. Solo los grandes movimientos políticos harán que nuestro sistema se vuelva sostenible, pero los proyectos modestos abren camino e inspiran cambios radicales. Si buscan ideas, pasen por Bulgaria.


Foto de portada: Renaud Lomont