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Los cien años de Macondo sueñan en el aire

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Cultura

Leer a Gabriel García Márquez cuando se es adolescente es una experiencia genésica, es el momento en que uno descubre el mundo, por fin. Releerlo ayuda a desterrar la concepción mítica, sugerente y maravillosa de Latinoamérica de la que Europa se alimentó a través de sus lecturas de autores del Boom latinoamericano, para asumir una realidad maltratada y víctima del olvido.

Hace unos meses, pre­gun­té a mis alum­nos si ha­bían leído a Ga­briel Gar­cía Már­quez. Un par asin­tió, otro emi­tió un gru­ñi­do si­bi­lino, el resto me mi­ra­ba ex­pec­tan­te. Aun­que no lo ha­bían leído, el nom­bre de Gar­cía Már­quez les había hecho, inevi­ta­ble­men­te, son­reír. La ma­yo­ría había lle­ga­do a la uni­ver­si­dad sin haber des­cu­bier­to el ma­ra­vi­llo­so uni­ver­so del es­cri­tor co­lom­biano y sentí tris­te­za por ellos, por­que se ha­bían per­di­do la de­li­cio­sa sen­sa­ción de aso­mar­se a la ven­ta­na de Ma­con­do cuan­do uno es ado­les­cen­te y des­cu­brir el mundo, por fin. Al día si­guien­te, leí­mos en voz alta el cuen­to El aho­ga­do más her­mo­so del mundo. Co­no­cie­ron, en­ton­ces, no solo a Es­te­ban, ese aho­ga­do gran­de y her­mo­so que había lle­ga­do a la ori­lla de una playa ca­ri­be­ña, con pan­ta­lo­nes de sie­te­me­sino y las uñas ro­ca­llo­sas, sino tam­bién a las mu­je­res que lo aci­ca­la­ron, lo ve­la­ron y lo ama­ron con­vir­tién­do­lo en parte de sus an­he­los pri­va­dos y a los ma­ri­dos ce­lo­sos que se dispu­taban el pri­vi­le­gio de lle­var­lo a hom­bros y de­vol­ver­lo, dig­na­men­te, al mar. Co­no­cie­ron a las gen­tes del pue­blo que llo­ra­ban a coro al bobo her­mo­so sin ha­ber­lo tra­ta­do nunca y las acom­pa­ña­ron du­ran­te el ca­mino de la se­pul­tu­ra flu­yen­do en ese vai­vén má­gi­co de prosa em­bria­ga­do­ra que les hacía ol­vi­dar que Es­te­ban era un aho­ga­do y los ins­ta­ba a echar­lo, tam­bién, mu­chí­si­mo de menos. Cuan­do ter­mi­na­mos de leer el cuen­to, se que­da­ron en si­len­cio. Quise per­ci­bir, en­ton­ces, que to­da­vía mi­ra­ban al ho­ri­zon­te, mien­tras Es­te­ban se ale­ja­ba arras­tra­do por las olas, y que sen­tían la de­sidia de las emo­cio­nes fu­ga­ces.

Re­cuer­do que algo pa­re­ci­do me ocu­rrió cuan­do co­no­cí al viejo co­ro­nel y cada vier­nes, ca­mino del puer­to, me in­va­día una sen­sa­ción con­fu­sa de te­rror y con­fian­za al aguar­dar esa carta que, en el fondo, sabía que nunca iba a lle­gar. En esta his­to­ria, la ilu­sión se man­tie­ne viva gra­cias a un ápice real de es­pe­ran­za: el co­ro­nel no quie­re ven­der su gallo de pe­leas, aun­que no tenga nada que lle­var­se a la boca, y tam­po­co deja de ir cada vier­nes al puer­to, a pesar de que en quin­ce años no ha te­ni­do no­ti­cia de la carta ofi­cial que re­co­noz­ca sus de­re­chos por los ser­vi­cios pres­ta­dos a la pa­tria. El co­ro­nel, su­mi­do en la po­bre­za, no tiene quien le es­cri­ba, pero ¿y si el gallo ga­na­ra la pró­xi­ma pelea?, ¿y si la carta lle­ga­ra este vier­nes? Yo ron­da­ba los ca­tor­ce años e in­ten­ta­ba fijar la vista en las hue­llas que de­ja­ba el co­ro­nel cuan­do ca­mi­na­ba por las ca­lles are­no­sas del pue­blo con el gallo a cues­tas para re­pri­mir esa sen­sa­ción de im­po­ten­cia que pocas veces había sen­ti­do antes.

Tam­po­co per­dió la es­pe­ran­za de vivir, in­clu­so muer­ta, la in­can­sa­ble Úr­su­la Igua­rán, que vivió los cien años de so­le­dad de Ma­con­do par­ti­ci­pan­do ac­ti­va­men­te en su desa­rro­llo, or­ga­ni­zan­do el tra­ba­jo con de­ter­mi­na­ción, hasta que un día, vieja y en­cor­va­da, su­mi­da en la so­le­dad y el ol­vi­do, lloró de lás­ti­ma al des­cu­brir que du­ran­te más de tres años había sido el ju­gue­te de los niños de la casa. Re­cuer­do que la es­con­die­ron en un ar­ma­rio del gra­ne­ro y murió como una ci­rue­la pasa den­tro de un ca­mi­són y que lo hizo tal y como lo pro­me­tió: des­pués de las llu­vias, cuan­do el de­cli­ve de Ma­con­do era ya inevi­ta­ble. La vi morir desde las gra­das de un campo de fút­bol vacío, are­no­so tam­bién, donde me sen­ta­ba a leer un rato antes de ir a nadar. Era agos­to y hacía mucho calor y Úr­su­la había muer­to sola den­tro del gra­ne­ro mien­tras Ma­con­do se des­ha­cía en ji­ro­nes de re­cuer­dos mal cui­da­dos. Al final, cuan­do Au­re­liano Ba­bi­lo­nia supo que no sal­dría del cuar­to donde es­ta­ba des­ci­fran­do los per­ga­mi­nos de Mel­quía­des por­que es­ta­ba pre­vis­to que Ma­con­do fuera arra­sa­do por el vien­to y des­te­rra­do de la me­mo­ria de los hom­bres en el mo­men­to en que aca­ba­ra de des­ci­frar­los, yo, desde las gra­das pol­vo­rien­tas de ese campo de fút­bol, po­si­ble­men­te me di cuen­ta de que ya nada iba a ser igual, que de­ja­ba de con­tem­plar el mundo desde abajo, con ojos de niña, que el mundo se eri­gía, pal­pi­tan­te, ante mí, que la vida era her­mo­sa y trá­gi­ca y la li­te­ra­tu­ra ne­ce­sa­ria.

No obs­tan­te, si bien Ma­con­do era la ciu­dad de los es­pe­jos y de los es­pe­jis­mos en la que lo que real­men­te emo­cio­na y per­tur­ba no son los he­chos ma­ra­vi­llo­sos sino los más hu­ma­nos, tam­bién es la ciu­dad a tra­vés de la cual me asomé por pri­me­ra vez a La­ti­noa­mé­ri­ca. Con los años, re­leer a Gar­cía Már­quez sirve para re­le­gar la vi­sión mí­ti­ca, su­ge­ren­te y ma­ra­vi­llo­sa que Eu­ro­pa hizo de este con­ti­nen­te a tra­vés de sus lec­tu­ras de au­to­res del Boom la­ti­noa­me­ri­cano. La des­di­cha y  la be­lle­za, como dijo Gar­cía Már­quez al re­ci­bir el Nobel, per­te­ne­cen a una misma reali­dad la­ti­noa­me­ri­ca­na, di­fí­cil de ser na­rra­da por "la in­su­fi­cien­cia de los re­cur­sos con­ven­cio­na­les para hacer creí­ble nues­tra vida". Por eso, creo que, con los años, mis mu­cha­chos en­ten­de­rán que su si­len­cio no se debió a la com­pa­sión que sen­tían hacia Es­te­ban, por ser bobo, gran­de y pe­sa­do y no caber por el marco de las puer­tas, sino a la ilu­sión ri­dí­cu­la de un pue­blo que solo puede soñar; en­ten­de­rán que la es­pe­ran­za del co­ro­nel está man­cha­da de honda des­es­pe­ran­za de la que se burla el tiem­po, en su lento trans­cu­rrir, y que Úr­su­la de­ci­de morir des­pués de la llu­via, no por­que se sien­ta sola y hu­mi­lla­da, sino por­que Ma­con­do, ex­plo­ta­do y ma­sa­cra­do por la com­pa­ñía ba­na­ne­ra nor­te­ame­ri­ca­na que lo ha co­lo­ni­za­do, está des­ti­na­do a des­a­pa­re­cer. "Los cien años de Ma­con­do sue­ñan en el aire", reza una can­ción de un grupo tra­di­cio­nal co­lom­biano. Cien años pa­re­cen su­fi­cien­tes para verse re­fle­ja­dos en todos los es­pe­jos del mundo.