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Lo eficaz es que Europa aburra

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SociedadPolítica

Pasado un año desde que holandeses y franceses rechazaran la constitución, los entendidos siguen hablando de crisis. Andrew Moravcsik nos cuenta por qué la construcción europea sigue en buena forma.

Líderes del Parlamento Europeo respaldados por otros gobernantes de Estados federalistas europeos -como el primer ministro belga Guy Verhofstadt-, insisten en reavivar el movimiento por unos “Estados Unidos de Europa”, con una constitución bien consagrada como lo único que puede salvar a la UE. Sin embargo los franceses y los holandeses dijeron "No" a la constitución y desde el otro lado del Canal de la Mancha, los euroescépticos anglo-americanos no dejan deexclamar: “¡Os dijimos que esto no funcionaria!”.

Dicho esto, no pensemos que hay una crisis irrevocable en la formulación de la política en Europa. Lo que hay es una crisis de la propia imagen, una crisis que podría haberse evitado fácilmente. La Constitución no es la solución. Es el problema. Cuanto antes nos la quitemos de encima, mejor.

Tres lecciones que aprender del descalabro

En primer lugar, el fracaso de la Constitución era inevitable. El borrador de la Constitución fue, por encima de todo, una estrategia de relaciones públicas diseñada para captar la atención del europeo común, para involucrarlo en el debate democrático acerca del futuro de Europa y además para convencerle de que se enamorara de la UE. Sin embargo la participación política generalmente no ha mejorado la legitimidad ni, ciertamente, los asuntos de la UE, la mayoría de los cuales no son lo suficientemente importantes como para inspirar a los votantes. En sondeos recientes, el público europeo no demostró ni interés ni conocimiento de la propia Constitución, e incluso, de modo más general, de las políticas de la UE. Se limitaba a culpar a la Unión de la frustración en los asuntos que de hecho le importan: las políticas nacionales encaminadas a la globalización, la inmigración y el gasto público.

En segundo lugar, la Constitución Europea en vigor (de eficacia probada), o lo que es lo mismo, el a menudo retocado Tratado de Roma, está funcionando muy bien. A lo largo de la pasada década, la UE implantó un mercado único, una moneda única, y una política más efectiva de asuntos exteriores, justicia e interior, mientras se pasaba de los 15 a los 25 Estados miembro. Hace unas semanas, se ha adoptado el nuevo presupuesto comunitario, se ha aprobado una normativa de servicios y ahora los Estados Unidos se inclinan hacia una política más europea en Irán. En ningún país hallamos una oposición seria a los miembros de la UE. Una sólida mayoría de ellos es más partidaria de reformas en la constitución en vez de hacerlas en áreas concretas como la energía o el terrorismo.

Tercero, no existe un déficit democrático en Europa. La supervisión conjunta de los gobiernos nacionales elegidos democráticamente y los parlamentarios europeos de elección directa, combinado con un sistema de “ensayo-error” que enorgullecería al mismo James Madison, son suficientes para asegurar un sistema responsable de toma de decisiones. No importa que las votaciones muestren que los europeos confían en las instituciones políticas de la UE tanto o incluso más que en sí mismos.

El camino por recorrer está claro. Se requiere la resolución más pragmática de asuntos más inmediatos como el terrorismo, la coordinación de la política de asuntos exteriores y legalización de inmigrantes. Unas reformas más modestas de los tratados deberían ponerse en práctica de manera discreta y gradual (la oposición radical a la estrategia de la relaciones públicas empleada con la constitución explica mucho su fracaso). Nadie se lanza a las calles de París o Ámsterdam para oponerse a una reorganización burocrática de la política exterior de la UE o por un vuelco en la intención de voto –a menos, claro está, que se lo denomine “constitución”-. El arma secreta de la UE es que sus políticas sean así de aburridas.

Los políticos se conocen todo esto al dedillo, pero se han visto en un serio aprieto. Saben que la UE sólo puede avanzar de forma gradual. Saben que la constitución está muerta en su estado actual (y probablemente en cualquier otro estado). Sin embargo, una pequeña minoría que sabe hacerse escuchar lamenta en profundidad lo sucedido con esta cuestión europea, en especial en Bruselas y alrededores, considerando este tipo de pragmatismo como una herejía: una traición al sueño federalista.

Cuando el Presidente de la Comisión Europea José Manuel Durão Barroso hizo llamamiento hace poco a una “política en plan Elvis” (“menos hablar… y más actuar”), el portugués recibió críticas feroces de parte de muchos europarlamentarios acusándole de enterrar la constitución por querer quitarle lo mejor de su contenido.

Por su parte, los políticos nacionales, demasiado espabilados como para caer en la trampa, se limitan a discursear retóricamente: según se acercaba la última cumbre europea, el primer ministro holandés, Jan Meter Balkenende, declaró que Europa necesita una constitución, pero no una ratificada por referéndum; la canciller alemana Angela Merkel opina ahora que la UE necesita un cambio de tratado y un indefinido “futuro constitucional”; la ministra austriaca de asuntos exteriores, Ursula Plassnik, sugiere que “en el 2009 ya sabremos cuál será el próximo paso a dar” y Tarja Jalonen, la Presidenta de Finlandia, ha sido algo más honesta rechazando el término de “constitución” categóricamente a favor del tradicional “Tratado Básico”.

A lo que estamos asistiendo es al último coletazo de la tradicional retórica europea de nacida en los años cincuenta. La UE no necesita por más tiempo proclamar el ideal de “La Unión más Unida” para justificar su existencia. Poco a poco, está siendo sustituida por una retórica más autosuficiente, como corresponde a una institución política más madura, más antigua y más exitosa que la mayoría de los Estados nación del mundo actual.

Translated from Why Europe should dare to be dull