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La vieja Europa debe actuar y no protestar

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Un año después de la ampliación europea las opiniones en los viejos Estados miembro están divididas. Optimismo entre los economistas y escepticismo entre las poblaciones de países como Francia o Alemania.

Con expresiones tales como “deslocalizaciones” y “dumping social” flotando en la prensa, es preocupante el fenómeno “antioriental” que parece desarrollarse en ciertos países. Si suponemos que la ampliación es positiva para las economías de la antigua Europa de los quince, ¿por qué está creciendo el descontento en la vieja Europa?

Un proceso “sin dolor”

En teoría, todo debería ser prometedor para los Estados miembro de Europa occidental. La liberalización del comercio, seguida de la ampliación hacia el este, ha estimulado el crecimiento en los países de Europa central y del este, con apenas costes para los viejos miembros.

Se han confirmado como infundados los temores de que los productos abaratados de los países del este inundarían los mercados occidentales, siendo las importaciones por parte de los nuevos miembros de no más del 1% del PIB (producto interior bruto) europeo, al tiempo que el incremento de la competencia ha provocado una caída de los precios, beneficiando al consumidor europeo.

Además, la inversión occidental en aquellos países, en especial en los sectores de trabajo intensivo como el textil y el automovilístico, ha permitido a las empresas europeas mantenerse competitivas en el marco de la creciente competencia global y continuar su expansión en el mercado interior.

Por otra parte, la oleada anticipada de inmigrantes del este no se ha materializado. Según un estudio llevado a cabo por la Universidad de Liverpool, alrededor de 300.000 ciudadanos de los nuevos Estados miembro se encuentran trabajando legalmente hoy por hoy en los países de la vieja Europa. Incluso en Austria, que tiene la tasa más alta de trabajadores procedentes de países de reciente acceso a la UE, sólo constituyen un 1,2% del total, mientras que en Alemania la cifra es de un 0,4%. En general, el impacto económico del proceso de ampliación para los Estados de la vieja Europa ha sido, en realidad, marginalmente positivo.

En efecto, la Comisión Europea estima que, tras la firma de los acuerdos entre la UE y los países del centro y del este de Europa a mediados de los noventa, el PIB europeo ha ascendido un 0,5%. Pero si el proceso ha resultado económicamente rentable para la vieja Europa, ¿cómo se explica la creciente hostilidad hacia la Europa del este en países como Francia y Alemania?

Adaptarse a los cambios

El beneficio económico expuesto por los defensores de la ampliación es real pero no es suficiente para convencer a los escépticos, ya que las ganancias son apenas visibles en la vida diaria. Mientras que los beneficios son a largo plazo e intangibles, los trastornos iniciales de la ampliación son inmediatos y difíciles de ignorar. Por consiguiente, varios asuntos políticamente explosivos salen a la superficie a medida que el mercado se adapta a sus incrementadas proporciones.

La fuga de multinacionales hacia los países del este que ofrecen condiciones comerciales más competitivas ha convertido en discutibles las relaciones entre el este y el oeste. La introducción de medidas favorecedoras del comercio, como la flat tax (un único impuesto sobre la renta) en muchos nuevos Estados miembro, parece haber sido decisiva a la hora de atraer comercio e inversiones hacia el este. Tal sistema tributario de “talla única” se ha abierto paso bajo el ataque virulento de nada menos que el canciller alemán Gerhard Schröder, indignado porque un país como Alemania, siendo el mayor contribuyente (al presupuesto comunitario), financie impuestos injustos en contra de sí mismo. Sin embargo, no hay nada intrínsecamente injusto en la flat tax. De hecho, parece que constituye una alternativa innovadora a las construcciones fiscales favorecidas por algunos de los más grandes Estados miembro.

Los gobiernos de los países del este han forzado a la vieja Europa a hacer una seria introspección. El reflejo reactivo para proteger sus preciados modelos sociales hizo que Francia y Alemania demandaran la introducción de una tasa europea mínima en 2005. Pero si bien los Tratados permiten a la Comisión intervenir en casos donde la competitividad se vea comprometida, no tienen por otro lado el derecho de determinar el sistema tributario de los Estados miembro; una cuestión que se deja a discreción de los gobiernos de cada país.

Un empuje en la dirección correcta

La ampliación ha subrayado la necesidad de países como Francia o Alemania de sacudir sus sistemas tributarios y reducir sus modelos de protección si quieren que sus economías sigan siendo competitivas. La vieja Europa no debería intentar nadar a contra corriente en lo que se refiere a la fuga de empresas, sino que debería reaccionar a los cambios tras la ampliación. Más que proteger las industrias que emigran hacia el este, los Estados de Europa occidental deberían desarrollar su capital industrial humano con el objeto de que les permita asegurarse un crecimiento económico estable en el futuro. Los inmigrantes del este deberían asimismo ser recibidos con los brazos abiertos por países como Alemania que, con el envejecimiento de la población y la reducción de la mano de obra, puede depender de estos trabajadores para evitar una potencial crisis de pensiones en los próximos años.

Al tiempo que la Comisión se prepara para un debate acalorado sobre las importaciones textiles asiáticas hacia la UE, cuesta ignorar que la competitividad global se intensifica. Si la UE quiere continuar siendo un mercado atractivo para los inversores y acercarse, cuando menos, a cumplir sus compromisos de Lisboa y Gotemburgo, donde declaró con solemnidad que se convertiría en 2010 en “la economía de conocimiento más dinámica y competitiva del mundo”, debe actuar con rapidez para reformar sus sistemas de protección y cortar la cinta roja. Quizás la presión resultante de la ampliación actúe como catalizador necesario para estas reformas.

Translated from Old Europe must act, not protest