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La odisea del prófugo en París

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Sociedad#OpenEurope

En los últimos meses, el Gobierno galo ha reconducido a varios inmigrantes sin papeles a distintos centros sociales para contrarrestar las cargas policiales ocurridas durante los desalojos de algunos campamentos improvisados en las calles de París. Nos adentramos en uno de ellos para conocer cómo viven algunas de estas personas procedentes de países en conflicto o en situación de extrema pobreza.

Adam tiene 17 años y hace tres meses que llegó a Francia tras dejar Sudán como consecuencia de la inestabilidad política y del conflicto entre comunidades que vive el país. Cuenta que tuvo que viajar en bote desde Libia hasta Italia y después colarse como polizón en un tren con destino a París.

Asegura que se encuentra bien en el edificio Loiret situado a 500 metros del río Sena, en el barrio 13 de París, al que el gobierno galo les ha reconducido en los últimos meses. Sin embargo, asegura que las cosas en Francia no son como se imaginaba.

“Con todos los problemas que hay en África, después de haber atravesado el desierto, el Mediterráneo e incluso haber visto a gente morir, tenemos que dormir en campamentos como el de la Chapelle –en el norte de París– al lado de los excrementos”, expresa en árabe ante la atenta mirada de uno de los trabajadores del centro que traduce sus palabras.

A principios de junio, las autoridades francesas procedieron de forma violenta al desalojo del campamento de la Chapelle, construido en ese enclave un año antes. Días después, la capital fue escenario de la evacuación de los distintos espacios que los inmigrantes, abandonados a su suerte, ocuparon en varios puntos de la ciudad.

“Hemos sido maltratados, no pensaba para nada que la vida sería tan dura en Europa. Hay gente que pierde la esperanza y se desespera porque no ve la solución”, dice antes de concluir que no sabe qué ocurrirá con su situación porque es menor y desconoce los pasos que tiene que dar para pedir el asilo como refugiado político.

Un viaje infinito

Una cama en este edificio es sólo una parada provisional de un viaje que comenzó hace varios años. Un viaje sin fin, construido a base de humillación, maltrato y nostalgia, al que ahora se le añade un fuerte sentimiento de incertidumbre. Ninguno de los migrantes en el centro sabe qué va a pasar con ellos en el futuro.

Este lugar alberga en torno a 220 personas de las que cerca de 70 han huido de distintos países africanos como Sudán, Eritrea, Centroáfrica, Chad o incluso Etiopía. De entre ellos, en torno a 50 han realizado una demanda de asilo en Francia y esperan una respuesta que suele tardar varios meses en llegar.

Casi todos coinciden en una cierta sensación de incertidumbre ante lo que deben hacer para regularizar su situación en el país y en la ausencia de ayuda respecto a este hecho. Hussien y Abdulkerim, de 17 años y procedentes de Eritrea, denuncian que la policía no les reconoce como menores y que desoye sus demandas. Abandonaron su país para evitar hacer el represivo servicio militar al que mujeres y hombres están obligados por ley y que ha sido condenado en numerosas ocasiones por diversas organizaciones humanitarias como Amnistía Internacional.

Quieren quedarse en Francia para pagar una deuda de cerca de 4.000 euros contraída con las mafias que les trajeron hasta París y enviar dinero a sus familias que permanecen en Eritrea por el elevado coste del viaje y el riesgo que supone ser descubiertos al ser considerados desertores.

Moses, de 30 años, traduce la conversación y se identifica con ellos. Él también dejó Eritrea hace 5 años y desde entonces vive en Francia. Hace algunos meses empezó a trabajar en el edificio Loiret, “casi por deber” y para tratar de ayudar a otros con una historia similar a la suya. Insiste en que los medios no hablan lo suficiente del problema político de su país y compara la vida allí con “una auténtica pesadilla” bajo el yugo de una férrea dictadura. 

Como él, la mayoría de trabajadores de este centro son refugiados políticos. Incluso el propio director del edificio, Caliskan Bahattin, tuvo que exiliarse de Turquía tras el golpe de Estado de 1980.

Respeto e intimidad ante todo

Bahattin asegura que este lugar les permite evitar algunos problemas de salubridad que pueden surgir porque disponen de cuartos individuales en los que hay duchas y baños integrados. “La intimidad de la persona se respeta por completo y a cada uno se le da una llave electrónica para que pueda salir y entrar cuando quiera. Eso les da libertad de movimiento”, explica.

En la primera planta, además de un salón, hay una lavandería y una habitación de recreo para los niños que viven en este lugar. El Estado es responsable de proporcionar fondos suficientes para la provisión de comida, ropa y el material necesario para su mantenimiento. El ruido de las obras de remodelación de los edificios colindantes acompaña el día a día de los migrantes de la calle Loiret y también nuestra visita en el interior del centro.

La ONG Aurore se encarga de  la gestión de este inmueble de unas veinte plantas que pertenece a la empresa francesa Inmobilière Chemin de Fer. Desde su apertura en diciembre de 2014 como centro de acogida, han acudido a él familias y personas en situación de precariedad y riesgo de aislamiento.

Este lugar se convierte así en una parada durante una travesía que para muchos no hace más que continuar con problemas burocráticos y la amenaza de ser reenviados a su país. De momento, una de las prioridades en el edificio es reparar una fuga de agua que inhabilita varias de las habitaciones. Un problema banal que forma parte de una rutina que muchos anhelan a la espera de que su situación se regularice en un país extranjero y tras haber dejado atrás todo lo que tenían.

Autoras: Ainhoa Muguerza y Cecilia Bacci.