Desde hace años, Barcelona implementa un modelo de ciudad que arrincona a aquellos que no entran en el paradigma triunfalista de lo moderno y lo europeo. El máximo exponente de este discurso es el distrito 22@: una zona de la ciudad construida sobre el antiguo barrio industrial de Poblenou, situado en el margen norte de la ciudad. Es en este espacio en el que se encuentra La Nave: el hogar de aproximadamente unas 300 personas de diferentes edades y nacionalidades. En La Nave viven inmigrantes subsaharianos, rumanos, sudamericanos, magrebíes y también españoles. Muchos de ellos con una historia en común: hasta hace poco tenían una casa y un jornal. Sin embargo, el trabajo se terminó y tuvieron que marcharse de sus pisos. Aunque a muchos no les guste el lugar, han optado por quedarse en La Nave ya que aquí se está mejor que en la calle: hay más seguridad y más posibilidades de sobrevivir. También existe cierto sentimiento de comunidad: se han creado hasta tres bares que abastecen, a precios razonables, a residentes y vecinos. Existen también almacenes destinados a acumular la chatarra que luego se vende a mayoristas del reciclaje del metal, lo que representa prácticamente el único sustento para la mayoría de habitantes y, a la vez, vertebra la vida de La Nave. A esta pugna por seguir respirando —sin permiso—, se le añadió el pasado verano la lucha por poder permanecer en lo que desde hace dos años es su hogar. A causa de la denuncia de la familia Iglesias Baciana, propietaria de los terrenos y de una empresa inmobiliaria, se decretó un desalojo policial previsto para el mes de julio pero que finalmente fue paralizado por una juez. Se dio, además, la paradoja de que los propietarios, que se negaron a negociar, poseen también una fundación para ayudar a jóvenes mujeres que vivan en la pobreza en cualquier parte del mundo, entre ellas África.