La globalización, para lo peor y para lo mejor
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Marion CassabalianAsimetría del proceso, dogmatismo ideológico de las instituciones internacionales... Joseph Stiglitz, premio Nobel de economía 2001, explica porqué «la mundialización, no funciona».
Este texto recoge los argumentos desarrollados por Joseph Stiglitz durante la conferencia que impartió en el IEP de París, el 12 de mayo del 2003, y durante la correspondiente reunión con la prensa. Los que defienden y los que critican la globalización defienden dos visiones contradictorias de los efectos de la apertura de los mercados de mercancias y capitales a la competencia internacional. Según los primeros, la globalización comercial y financiera es fuente de eficacia y de prosperidad para el conjunto de la economía. Los segundos temen que lleve a un mundo menos justo, menos transparente, en el que la diferencia entre pobres y ricos aumente. Los primeros ponen como ejemplo el milagro económico de los cuatros dragones asiáticos (Corea, Singapur, Hong Kong y Taiwan): un largo periodo de crecimiento sostenido, cuyos frutos pudieron ser compartidos por todos. Otros recuerdan, al contrario, que los países de Latinoamérica, se les aconsejó, siguiendo el dogma del “consenso de Washington”, que bajaran sus barreras duaneras y privatizaran sus empresas, y su crecimiento se redujo a la mitad en los años 90, mientras las desigualdades aumentaban, así como el paro. Mas todavía, los “mejores alumnos”, que aplicaban a la letra las recomendaciones del consenso, como Argentina, fueron las más duramente afectadas por la crisis de la deuda de los años 97-98. Mientras que Chile, menos fiel a la aplicación de estos principios –sobre todo en materia de apertura al capital internacional- sufrió menos de estas crisis. La idea que la globalización beneficia al conjunto de la economía mundial parece pues contestable. Además, los datos empíricos se alejan sensiblemente de este dogma ingenuo. ¿Porqué? Analicemos los argumentos de Stiglitz.
El Norte se queda con todo
Primero, la globalización del comercio, tal como es promocionada hoy es fundamentalmente asimétrica, con ventajas principalmente para los países del Norte. El ejemplo de la agricultura es el más explícito: mientras empujan a una mayor liberalización de los intercambios, a un mercado más y más competitivo, los Estados Unidos y Europa siguen subvencionando sus productos agrícolas frente a la competencia internacional. Con un resultado desastroso para los países en vías de desarrollo, cuyas economías se basan en las exportaciones agrícolas. La producción de los países ricos, artificialmente sostenida, aumenta la oferta mundial y hace bajar los precios. Occidente protege sus empleos agrícolas, con un coste tremendo para la comunidad nacional (que financia las subvenciones) y para la comunidad internacional (que soporta sus consecuencias).
Del mismo modo, cuando se quiso extender la apertura de los mercados al sector de los servicios, las negociaciones se concentraron en sectores, el financiero por ejemplo, en los que los países desarrollados son exportadores, en lugar de tratar sobre sectores como el de la construcción, que pide mano de obra poco cualificada, y en los que los países en vía de desarrollo son más competitivos.
Un ultimo ejemplo, muy discutido en la cumbre de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en Doha: los derechos a la propiedad intelectual. El debate se concentró sobre la protección de las patentes de nuevos medicamentos, en un contexto marcado por la plaga del SIDA en Africa. Pero había que tratar de la protección de la innovación en general, y no únicamente de la innovación farmacéutica. Los países en vía de desarrollo se comprometieron a dotarse de un marco jurídico, lo que podría limitar el acceso de estos países a las nuevas tecnologías y el necesario intercambio de éstas del Norte hacia el Sur. Y ello, en un ámbito sanitario, podría tener graves consecuencias si el dueño de una patente farmacéutica se opone a dar una licencia de fabricación a un país, por falta de garantías suficientes de retorno sobre la inversión.
La globalización financiera, un arma de doble filo
Un segundo factor de fracaso de la globalización actual es la contradicción permanente entre la austeridad de presupuesto impuesta por el FMI y el coste de las reformas exigidas para apoyar la apertura comercial. Esta es promocionada porque permite un mejor reparto de los recursos productivos entre los países en función de las ventajas particulares de cada uno. Pero transferir los recursos de un sector hacia otro significa crear empleos y encontrar un préstamo de capital en el mercado. Lo cual exige una inversión importante, incompatible con un estricto equilibrio del presupuesto y con tipos de interés demasiado altos. Seria ingenuo pensar que estos últimos permitirían una entrada masiva de capitales extranjeros atraídos por rendimientos elevados, porque se debe tomar en cuenta la probabilidad de quiebra de empresas locales, ahogadas por el coste de sus deudas.
Simplemente, porque la apertura financiera de los países emergentes se reveló un arma de doble filo. Si permitió la llegada de capitales extranjeros en un primer tiempo, no puede impedir la salida de estos mismos capitales cuando su rentabilidad baja, a causa de –gran ironía- el peso de la deuda. Estos flujos de capitales dejan a la economía local vacía exsangüe, incapaz de cumplir con sus promesas, acentuando la huida del capital. Un verdadero círculo vicioso. Los países, como Chile, más tímidos frente a la globalización financiera pudieron salir mejor parados que Argentina o Brasil de la crisis de la deuda.
Caída de 75 % del PIB moldavo
Contestable es, también, el todopoderoso paradigma de la eficacia de los mercados. El mercado permite un mejor reparto del riesgo entre los agentes que lo componen. Es cierto en los países desarrollados. La innovación financiera permitió la elaboración de los productos sofisticados, que permiten al cliente –empresa o Estado- protegerse de las variaciones en los mercados de tasas, divisas, y acciones, susceptibles de penalizarlo. El riesgo va a cargo de los agentes especializados y mejor informados, si estos reciben a cambio una compensación financiera. Pero la realidad es muy distinta en los países en vía de desarrollo, que soportan el riesgo asociado a las fluctuaciones financieras. Así, Moldavia no resistió a la liberalización financiera. En diez años, su PIB cayo de 70% y la pobreza se multiplico por 10, consecuencia del peso enorme del reembolso de la deuda sobre los recursos nacionales (casi 75%). Los prestamos contratados en euros o en dólares fueron fatales para la economía cuando la moneda moldava se devalúo. La apertura a los capitales extranjeros debe pues, como demuestra este ejemplo, ir acompañada de garantías financieras en contra de las fluctuaciones de la divisa o de las tasas. El mercado solo no ofrece estas garantías.
Dogma ideológico en el FMI
Finalmente, las instituciones internacionales, y sobre todo el FMI, cargan, por su dogmatismo, con una parte importante de la responsabilidad del fracaso de la globalización. La doctrina liberal tardó casi un siglo en aplicarse en los países que hoy apoyan la privatización y la apertura sin límite de tiempo al comercio y al capital. Las economías desarrolladas practicaron durante mucho tiempo el proteccionismo, que hoy tanto critican. Las recomendaciones hechas actualmente a los países en desarrollo se basan más en consideraciones ideológicas que en observaciones empíricas de los efectos de las politicas macroeconómicas. Se agrega a esto el hecho de que el tiempo necesario para observar si una medida es efectivamente nefasta, corregirla, y beneficiarse de este cambio de dirección, es de varios años. Una baja de los tipos de interés que llega demasiado tarde no avitará a las empresas la quiebra, y toda la red microeconomíca estará afectada por este error de apreciación.
Por todas estas razones, la globalización no cumple todavía con todas sus promesas, porque no permite una distribución equilibrada de sus beneficios. Si el dogma neo-liberal está retrocediendo frente a las realidades de la economía, queda mucho camino para alcanzar una mundialización más justa. La globalización debe permitir un beneficio mutuo; es un principio que no se debe olvidar. Mejoremos pues las modalidades de esta globalización para que este benefico pueda ser compartido por todos.
Translated from La globalisation, pour le pire et pour le meilleur