La digestión del fotograma
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Dicen que hay gente que come con los ojos. Y lo hemos llevado al extremo. Qué más da el sabor de un alimento cuando puedes deleitarte con una deliciosa imagen, tantas veces como el tiempo permita. Una imagen que además puedes compartir públicamente, en un acto de satisfactoria exhibición que no hace más que reafirmar las necesidades a las que tecnología y ego, equipo de moda, nos han arrastrado.
La primera vez que él lo hizo fue en aquel íntimo restaurante del centro de la ciudad. Celebraban su tercer aniversario. Eligieron aquel sitio por dos razones: era lo suficientemente caro como para estar a la altura del acontecimiento y lo bastante juvenil como para que no sintieran que vivían por encima de sus posibilidades. El contexto intencionadamente romántico de aquel bistrot afrancesado reclamaba que alguno de los allí presentes inmortalizara el momento. Nunca antes habían pagado tanto por una cena, y las grandes ocasiones están hechas para recordarlas.
Por eso, justo en el momento en el que el camarero, con su sonrisa elegante y su barba perfectamente desastrada, les sirvió aquel milhojas de foie y manzana caramelizada que habían pedido como primero de una lista de platos de nombre excesivamente largo, no pudo resistir la tentación de conservar en el recuerdo la esencia de aquel manjar. Cogió su teléfono y, sin pensarlo dos veces, disparó. Al primer intento le pareció que el retrato no hacía justicia a la belleza real del plato, así que disparó otra vez. Sólo la insistencia de su acompañante, que con un dulce “se va a enfriar” le intentaba transmitir que no había merendado para no saciarse pronto en una ocasión tan especial, consiguieron detener el frenesí fotográfico. Al menos hasta que llegó el siguiente plato. Así fue como empezó todo.
Luego vinieron los viajes. En su caso no eran pocos: un joven de mentalidad abierta como él, crecido bajo la influencia del todopoderoso Ryanair, frecuentaba uno y otro rincón del continente con asiduidad y alegría. Así, cada delicia consumida en el extranjero era una buena excusa para sacar su teléfono y fotografiar el suculento manjar, sin que nadie le juzgara por ello.
Cuando uno es turista, tiene licencia para cometer ese tipo de actos que como nativo podrían parecer ridículos. Él, convencido de su conducta, se emocionaba cada vez que observaba en la pantalla de su teléfono la estampa de aquellos magníficos spaguetti cacio e pepe que le sirvieron en Trastevere. O las incontables fotografías que hizo a las galettes de sarrasin que devoró en Bretaña. Qué decir de aquella hamburguesa del Corner Bistro de Nueva York, en su primer viaje transatlántico, pagado con el dinero que recibió de una beca. Cuando sus amigos y familiares le preguntaban con curiosidad si practicaba turismo gastronómico, él siempre respondía lo mismo, simplificando el asunto: “la mejor manera de conocer un país es a través de la comida”. Tal vez no le faltase razón. Aunque nunca confesara que, en muchas ocasiones, su apetito se veía saciado con los clicks y no con las calorías, escondidas en lo más profundo de la materia de aquel desfile gastronómico.
Acabó buscando nuevos restaurantes dentro de su ciudad. Lugares donde le ofrecieran platos, imágenes, que nunca antes hubiera visto. Que nunca antes hubiese fotografiado. Sus ojos, los ojos de su cámara, adelantaron a su boca en la carrera de los sentidos. Podía repetir el sitio, pero nunca repetía el plato. Eso hubiera significado perder la oportunidad de conseguir una nueva imagen, de añadir un nuevo trofeo a su particular colección. Tal era su obsesión por conservar los fragmentos de realidad gastronómica que cambió su teléfono por otro con mejor resolución. Uno que le permitiera apreciar con todo detalle cada sutileza de los manjares. Compartía con afán sus conquistas en las redes sociales, donde un "me gusta" o comentario positivo podía suponer una digestión placentera.
Al final, aquel ritual fotográfico se convirtió un acto de cotidianidad irrenunciable. Una declaración de narcisismo gastronómico. Cada cosa que comía la fotografiaba. No sentía ningún tipo de satisfacción digestiva si no conseguía inmortalizar el bocado en una imagen, que consumía tantas veces como su apetito gráfico lo deseara.
Había olvidado el sabor de las cosas, pero siempre conservaría las imágenes. Al fin y al cabo, lo primero es efímero y lo segundo es relativamente eterno. Quizá él no esté equivocado, y seamos el resto los que hayamos elegido la opción incorrecta. O tal vez todos seamos él. Quién no ha sucumbido alguna vez al placer adictivo de digerir los fotogramas.