Identidad y otros asuntos migratorios
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Diana Rodríguez GonzálezMe resulta difícil de explicar, pero nunca me he sentido especialmente unida a mi patria. Soy una de esas personas que no sienten la necesidad de justificarse a través de la pertenencia a un grupo o a un espacio físico. El espacio lingüístico, por otra parte, es una cuestión completamente distinta. Recuerdo perfectamente la primera vez que me di cuenta de que algo en mí era diferente. Acababa de regresar a Rumanía después de una larga estancia en el extranjero y un amigo mío se desternillaba con uno de mis chistes. Para entonces yo ya estaba acostumbrada a ser la única persona que encontraba mis chistes graciosos. Probablemente ese fue el momento en el que descubrí algo sólido en mi interior, algo difícil de contextualizar en los fluidos términos de la identidad migratoria. Algo intraducible.
Pero esta otredad no me molestó lo más mínimo. En una de sus novelas, Milan Kundera compara la forma en que dos personajes se imaginan la afiliación a su grupo. Uno de ellos camina en medio de la multitud durante una marcha, entonando eslóganes henchido de entusiasmo. El otro permanece a un lado, asfixiado ante la idea de compartir sus ideales con tantas personas, pues esto los proyectaría en lo mundano, invalidándolos por completo. Supongo que pertenezco a esta segunda categoría. La posición marginal del emigrante me viene como anillo al dedo. No niego la importancia de la identidad nacional, pero creo que ese es un momento que superé hace mucho tiempo. Después de pasar casi una década en el Reino Unido, no me describiría como una ciudadana inglesa nacida en Rumanía ni como una ciudadana rumana que vive en Inglaterra, sino más bien como una persona que ha tenido ocasión de vivir en ambas culturas durante un tiempo.
En estas circunstancias, la fluida y heterogénea formación de la identidad moderna por esta vía parece ser completamente funcional en mi caso. Pero las cosas siempre suelen ser un poco más complicadas.
El 1 de enero se dará a los rumanos y búlgaros libre acceso al mercado de trabajo en el Reino Unido. A lo largo del 2013 se ha debatido repetidas veces en los medios acerca del impacto que una nueva oleada de inmigrantes podría tener en la sociedad británica. A pesar de los esfuerzos por mantener su imagen de entorno abierto y tolerante, la inmigración (que en Gran Bretaña se considera excesiva) provoca arrebatos de xenofobia. Y no necesariamente por los rumanos y búlgaros, estos son simplemente el último pretexto. Estas actitudes no se manifiestan solo en los márgenes, dentro de BNP o UKIP, cuyo líder, Nigel Farage, iguala la llegada de inmigrantes económicos con una “epidemia de crimen rumano”. Más bien se trata de un sentimiento generalizado. Un ejemplo visible y muy comentado de esta tendencia se puso de manifiesto en la infame furgoneta de Theresa May, donde se leía un mensaje a los inmigrantes que decía “iros a casa o seréis arrestados”. David Cameron manifestó en una entrevista para la BBC, emitida el 27 de noviembre de 2013, en relación con su intención de limitar el acceso de los inmigrantes a las prestaciones sociales: “He visto a otros países europeos adoptar un enfoque más duro que el nuestro, países que han empujado los límites legales más que nosotros y, como Primer Ministro, he insistido en que aquí también se lleve a cabo”. Laszlo Andor, el comisario europeo de Empleo, describió las propuestas del Sr. Cameron como una “desafortunada reacción exagerada” producto de la “histeria”.
Este estado de sobreexcitación ha alcanzado un nivel interesante en las últimas semanas. Basta con echar un vistazo a la cobertura mediática de la BBC. Ha habido algunas noticias y análisis a lo largo de 2013, sobre todo en febrero y abril, pero entre el 26 de noviembre y el 3 de diciembre se han emitido por lo menos una docena de materiales nuevos, desde noticias o historias provenientes de Rumanía hasta entrevistas y debates políticos. La mayoría de ellos proliferan de manera más o menos conspicua, como un sentimiento de ansiedad ante la nueva ola de familiares pobres que se dirigen al Reino Unido, preparados para invadir nuestros salones con sus botas llenas de barro, listos para acampar en el Arco de Mármol y orinar en los muros de Westminster. Pocas de las opiniones que se han emitido en los medios reflejan las ideas del exministro rumano de Asuntos Exteriores, Dr. Andrei Marga, quien declaró para la BBC el 10 de febrero de 2013 que “ahora somos familia, en el sentido amplio de la palabra”.
Sin embargo, no debemos convertir esta conversación en un debate político. Esta conversación trata sobre la legitimación, sobre la identidad liminal de aquellos que abandonan su grupo de origen.
Otro evento que explota el mismo hilo conceptual es el Festival de Cine Rumano en Londres, presentado en Curzon Soho del 28 de noviembre al 2 de diciembre. Muchas de las películas de este año tocan el tema de la migración, debatiendo sobre la confrontación con una otredad radical fruto de introducir al extranjero, el marido o la mujer del emigrante, en el entorno hermético y muy específico del poblado rumano o en la anticuada comunidad del bloque de pisos. El perro japonés (The Japanese Dog), dirigida por Tudor Cristian Jurgiu cuenta con la actuación de Victor Rebengiuc, el actor rumano más conocido de su generación, en el papel de un padre circunspecto que renegocia la relación con su hijo, el cual regresa de Japón junto con su mujer e hijo durante un breve periodo. Soy un vejestorio comunista (I am an old communist hag), de Stere Gulea, coloca a la pareja de la hija, un extranjero, en el asfixiante entorno del bloque de pisos.
Otras películas problematizan la posición dual del inmigrante. En Cuando cae la noche en Bucarest o Metabolismo (When evening falls on Bucharest or Metabolism), Corneliu Porumboiu introduce un fragmento de diálogo entre los dos protagonistas (la actriz y el director), que examina los espacios accesibles para los inmigrantes en su sociedad adoptiva. Ella dice que su sueño era ser actriz en Francia y él pregunta por qué no abandonó el país. Ella responde que solo la habrían aceptado para interpretar un número limitado de tipos de mujer, ya quee no pertenece a esa cultura. La otredad y el exotismo habrían sido visibles en su forma de ser. Él insiste en que ese otro personaje bloqueado en lo exótico y lo marginal no habría sido ella en realidad. Distanciarse de los propios orígenes significa distanciarse de uno mismo, del verdadero yo, mediante un proceso de escisión que convierte la identidad en una falsificación, una copia. Pero la actriz, que comprende de manera más sofisticada lo que tienen en común el disimulo, la interpretación y el verdadero cambio, elude la ruptura. Insiste en que el espacio en el que uno vive echa raíces en nuestro interior furtivamente. Dicho de manera simple: antes o después te dejas llevar por la corriente; nadar a contracorriente es caótico y carece de sentido. La comunicación, plasmar la propia imagen en los demás, proporciona un sentido de legitimidad. En última instancia esta identidad, interpretada con y mediante los demás, genera una sensación de coherencia, de pertenencia a un determinado entorno.
Volviendo a la lucidez marginal del migrante, nos preguntamos qué desestabiliza la coherencia de la identidad heterogénea. Podría ser el momento en el que las políticas de identidad positivas (Soy tanto rumana como inglesa) remplazan a las fórmulas negativas (No soy ni rumana ni inglesa). ¿Y qué es eso sino un momento de sobreinversión en el concepto de pertenencia? En otras palabras, amor. Por tanto, todos vamos a repetir en voz alta: Soy Nigel Farage, soy el rumano que lavaba los calcetines en las fuentes del Arco de Mármol.
Translated from Identity and other migration issues