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¿Exportando bienestar a la escena internacional?

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El modelo escandinavo posee una vertiente de calado internacional que no hay que ignorar: el pacifismo y la igualdad en las relaciones internacionales.

Con frecuencia identificamos el llamado “modelo escandinavo” con cuestiones de política interna, como Estado de bienestar, cobertura social, estricta legislación medioambiental o avances en la integración de la mujer al mundo laboral. Y es que es cierto que países como Suecia y Noruega han sido pioneros en la concepción y aplicación de muchas de las líneas maestras que la Unión Europea ha incorporado después a sus políticas sociales. Si autores como Jeremy Rifkin vienen hablando durante los últimos años de un modelo europeo opuesto al sueño americano, ello se debe en gran parte a la voluntad de Bruselas de imitar el exitoso experimento sociopolítico escandinavo. Su influencia no sólo ha sido determinante en el ideario y gestión de los partidos socialdemócratas del resto de países de la UE, sino también en la propia labor de gobierno llevada a cabo durante décadas por la democracia cristiana en lugares como Alemania, Francia o Italia. Sólo a partir de la revolución neoliberal y neoconservadora capitaneada por Margaret Thatcher a comienzos de los ochenta se comenzaron a cuestionar en el Viejo Continente los principios del modelo de bienestar nórdico nacido al amparo de timón económico keynesiano. De ahí la multiplicación en los años ochenta de las políticas comunitarias redistributivas.

A la vanguardia internacional

La notable influencia del modelo escandinavo a la hora de "pacificar" el orden social interno de los Estados eclipsa en buena medida su importante contribución en el plano de la política exterior, inspirando y promoviendo algunos de los principios y concepciones que rigen nuestra forma de entender las relaciones internacionales. Por un lado, movimientos como el ecopacifismo y elementos tan importantes del sistema de seguridad colectivo como las operaciones de mantenimiento de paz serían impensables sin el impulso de países como Suecia o Noruega a lo largo de la segunda mitad del Siglo XX. Al mismo tiempo, en un plano más práctico, sorprende el liderazgo que países “medianos” como los escandinavos ejercen en materia de política internacional, en especial en el marco de un orden mundial en el que los niveles de poder militar, político y económico siguen constituyendo el ingrediente principal para influir en los asuntos globales.

¿Por qué no nos llama la atención que los dos primeros Secretarios Generales de Naciones Unidas fueran el noruego Trygve Lie y el sueco Dag Hammarskjöld? ¿O que el mayor reconocimiento anual a las labores de paz sea un premio concedido por una fundación sueca? ¿O que el SIPRI de Estocolmo sea un centro puntero para el estudio de la política internacional? ¿O que israelíes y palestinos se sentaran a negociar durante meses, a comienzos de los noventa, en la gélida Oslo, bajo la mediación del gobierno noruego? Sólo Canadá, otro país norteño, es equiparable en términos de proyección moral global a los países escandinavos. Curioso: países decididamente internacionalistas y pacifistas que comparten un sólido sistema de prestaciones públicas. ¿Tendrá su modelo social algo que ver?

Exportar un modelo que funciona

Decididamente sí. Buena parte de la razón de esa proyección exterior responde a las propias características de un modelo social inspirado en valores que los gobiernos escandinavos han ido poco a poco extrapolando al plano internacional, tradicionalmente dominado por la ley del más fuerte. Si los países nórdicos han sido pioneros en materia de ecología, pacifismo y operaciones de paz, ello se debe en gran medida a que su modelo social interno se rige y orienta por los mismos principios. A veces, la relación es directa, y es lógico que la tradicional preocupación medioambiental escandinava se traduzca en liderazgo a la hora de defender la Amazonia, salvar las ballenas y orquestar Kyotos.

No obstante, existe un vínculo más profundo entre el modelo de bienestar norteño y la paulatina revolución que las relaciones internacionales han experimentado durante las últimas décadas. El modelo escandinavo se basa en la universalidad por encima de la diferencia de clase, promoviendo también un sentimiento colectivo de responsabilidad social que contrasta con el tradicional individualismo anglosajón. Estos elementos favorecen una nueva perspectiva de la política exterior menos basada en el interés nacional y más proclive a promover la justicia y la igualdad por encima de las diferencias de nacionalidad. La misma solidaridad que articula el modelo escandinavo lleva a estos países a ser los más generosos en ayuda al desarrollo, desde la creencia de que sólo promoviendo el bienestar colectivo puede garantizarse el bienestar individual.

No existen varitas mágicas para solucionar los problemas del mundo, y el propio modelo social escandinavo se enfrenta a numerosos desafíos. Pero la receta social de países como Noruega o Suecia supone un buen punto de partida cuya aplicación en la esfera global comienza a ser una realidad en determinados ámbitos. Es de esperar que la tendencia continúe, y que Europa sepa estar a la cabeza.