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Europa no quiere más ser estadounidense

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Un año después del 11 de septiembre, la lucha contra el eje del Mal parece menos consensual. Esta es la ocasión de Europa para afirmar su voluntad y su futuro de potencia independiente.

Los terribles acontecimientos del 11 de septiembre del 2001 parecieron dar luz a la existencia nueva y sorprendente de un nuevo bloque que se opuso a un eje del Mal cuyo objetivo era los terroristas y sus cómplices. Esta luz, el presidente estadounidense George W. Bush quiso que fuera sensacional e indiscutible, apoyado por eminentes editorialistas occidentales que condenaron firmemente a cualquier Estado que no diese su apoyo en esta guerra nueva: el que no era aliado era enemigo.

La coherencia del bloque ha sido legitimada por la solidaridad a la nación estadounidense, que el grito somos todos Americanos había alimentado con una feliz fuerza sugestiva. La nueva coalición justiciera probó su solidez con la guerra en Afganistán, guerra que es difícil llamar éxito, porque tenía propósitos vagos, resultados desiguales, y dejó sin castigo a los culpables oficiales: el Mulá Omar y Oussama Ben Laden, al tiempo que provocó muchas más víctimas civiles que los atentados de Nueva York. ¿Y un año más tarde? El recuerdo de las víctimas de ambos torres debe ser conmemorado, y el acto todavía más condenado, pero el nuevo bloque en contra del eje del Mal no es tan sólido como antes. En efecto, el escepticismo europeo frente a ciertas opciones estadounidenses, si está a veces interpretado como una traición, aparece bien como un elemento de independencia, preludio al poder de una futura gran Europa política.

Ya no somos todos estadounidenses

Si Europa no falló después del 11 de septiembre a su deber de solidaridad, ya no quiere, un año más tarde, apoyar ciegamente el ataque a la nueva víctima dentro del eje del Mal: Irak. Sólo Tony Blair dio un verdadero apoyo a la voluntad del presidente estadounidense de lanzar a la alianza a la aventura del desalojo de Saddam Hussein, el dictador iraquí. Los otros líderes europeos saben bien que sus opiniones públicas no aceptarán nuevos ataques de las que se sabe quiénes son las verdaderas víctimas. En efecto, las organizaciones anti-globalizacion y los observadores independientes demostraron hace ya mucho tiempo que el embargo a Irak es más la muerte de muchos más niños y mujeres de la población iraquí que un obstáculo a Saddam Hussein. Esta oposición al nuevo ataque de Estados Unidos pone fin al lema del bloque somos todos estadounidenses, porque su coherencia no existe más, y la legitimidad de los medios de la réplica a los atentados de las torres gemelas es polémico y contestado. Es imposible que Estados Unidos ataque solo a Irak, o que sus aliados se alineen con ellos, por voluntad propia o por la fuerza, lo que sería un fracaso enorme para la cooperación internacional. Pero, es examinando la cooperación entre los varios miembros de la sociedad mundial cuando aparecen las ambigüedades del mundo después del 11 de septiembre. Algunos, seguidores de la teoría del choque de las civilizaciones de Samuel Huntington quisieron ver allí un Occidente reanimado, un bloque coherente en su defensa contra los asaltos de otras civilizaciones. Otros vieron la necesidad de armar el capitalismo para que acentúe y acabe con su victoria. Es necesario reconocer que la verdad está en otra parte, en una gran evolución de la cuál sería presumido decir que es limpia, una evolución que dará luz a las instituciones internacionales de acción colectiva y política, que corregirán la desregulación salvaje de la globalización neo-liberal para hacer real el control de los ciudadanos del mundo sobre las opciones que les conciernen. Es en estos aspector en los que Europa debe dar ejemplo. Europa puede mostrar al mundo que su voz puede competir con las elecciones estadounidenses, como en lo que se refiere al ataque a Irak, y que de esta fuerza surgirá su influencia sobre la construcción institucional mundial.

Otro mundo es posible.

En efecto, Europa puede hacer mucho. El mundo después del 11 de septiembre muestra que Occidente no es un bloque indivisible y que sus componentes debaten con mucho interés su visión respectiva del mundo, lo que representa un descontento grande para los estadounidenses, que desearían una unión más grande para declarar su desacuerdo cada vez más puntiagudo con el mundo islámico, como lo demuestran las relaciones tensas con Arabia Saudí. Las controversias entre los estadounidenses y los europeos son conocidas, de la vaca loca a la protección del medio ambiente. Sobre estos temas, Europa se opone a las directrices autoritarias estadounidenses, pero le falta autoridad y poder, no sólo para hacer aceptar su oposición, sino especialmente para institucionalizarla en el seno de las autoridades internacionales. Esta es la base del problema. Después del 11 de septiembre, los líderes estadounidenses exhortaron a Occidente a la unidad, a la indivisibilidad; detrás de esta llamada a la fuerza unitaria, era fácil leer la sumisión a los intereses de su país, notablemente económicos.

Pero se dieron cuenta que las sociedades europeas criticaban esta dominación unilateral. Esta crítica tomó la forma de la defensa, por parte de Europa, y concretamente de la Comisión Europea de Romano Prodi, de ciertos tratados internacionales que debían dar a luz a las autoridades de regulación internacional: así fue cómo la Unión siguió aprobando, condenando más o menos abiertamente a los Estados Unidos por no hacerlo, la prohibición de las minas anti-personales, la creación del Tribunal Internacional Penal, la ratificación del protocolo de Kioto para la protección del medio ambiente. Es quizás necesario ver en eso una relación diferente que tienen ambos poderes con las autoridades internacionales. En efecto, los Estados Unidos están poco dispuestos a firmar un tratado contra sus intereses económicos a corto plazo, y consideran cualquier institución internacional como subordinada a las voluntades de su país. Europa, por el contrario, culta gracias a su experiencia en la construcción política supranacional, promueve el advenimiento de una sociedad política mundial regulada por instituciones políticas cuyas directrices se impondrían a los Estados. Siendo el abogado de este tipo de proyecto Europa podrá tener una influencia sobre los destinos del mundo; mostrando el ejemplo de un sistema político fuerte y armado, podrá ser creíble. Este es un desafío fascinante para el mundo después del 11 de septiembre. Por estos motivos la Unión debe dotarse de una realidad institucional democrática que la ayudará a suavizar su lealtad, todavía fuerte, con los intereses estadounidenses. Así, la Unión podrá, liberada de la obsesión por la competencia, por la liberalización exagerada, ser el verdadero actor del desarrollo del Tercer Mundo, de lo cual no se arrepentirá nunca. Así es como sabrá interesar a su población, cansada, en un debate político a escala de la Unión. El horror del 11 de septiembre no debe ser inútil. El contraataque militar e ideológico acaba de fracasar; es necesario que Europa muestre que, como lo gritan las organizaciones opuestas al neoliberalismo en Puerto Alegre, otro mundo es posible.

Translated from L'Europe ne veut plus être américaine