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En Bielorrusia, Lukashenko y Lenin comen periodistas

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Política

Si conseguir fuentes, descifrar mentiras y cobrar poco ya es duro de por sí, más intrincado resulta tener que dar esquinazo al KGB o andar de juicio en juicio a fin de realizar la labor periodística. De esta manera pelean los plumillas de Bielorrusia, esa dictadura postsoviética.

La URSS fue una guerra contra la espontaneidad: construir el comunismo era demasiado sensible como para dejar que un pelo ondease al viento sin autorización estatal. En 2012, su autor, Lenin —que dejó de escuchar a Beethoven por miedo a dulcificarse; le gustaba demasiado—, sigue ocupando los pedestales de Bielorrusia, y no sólo él: la gigantesca burocracia que inventó todavía vive, aunque rebajada con capitalismo y cierta modernidad (internet casi libre o la posibilidad de viajar).

Ahora, en lugar de Partido, se habla de Vertical: la bien amarrada jerarquía nacional cuya cima es Aleksandr Lukashenko. Me lo explica el ex candidato presidencial Aleksandr Milinkevich: “Lukashenko dirige Bielorrusia con mentalidad del sigloXIX. Si le eres leal, tienes trabajo. Si no, no”. Naturalmente, esta obsesión controladora, ramificada por un Estado que maneja el 70% de la economía, afecta con especial rigor a los medios de comunicación, situados a la cola en todos los índices mundiales de libertad informativa (Freedom House, RFS y CPJ, entre otros).

En la plaza de la Independencia de la capital de Bielorrusia, se halla una estatua de Lenin: el primer dirigente de la Unión Soviética.

Hay tres tipos de medios: oficiales —mayoría aplastante en número y tirada, además del monopolio televisivo—, independientes —básicamente los diarios Nasha Niva y Naródnaya Volya— y extranjeros —como el canal BelSat o Radio Raciya, instalados en Polonia—. Los independientes siempre están superando trabas burocráticas y tienen poco acceso a fuentes. Si trabajas para un medio extranjero, prepárate para lo peor: detenciones, registros y juicios por difamación o vandalismo. Mención especial merecen quienes informan en provincia, donde la presión policial resulta sencillísima.

Control absoluto

“Cuando dice militar, G. se da dos golpecitos en un hombro, como si tocase unos galones invisibles. También lo hace cuando habla del infiltrado que tenían en la redacción: un tipo que escribía un artículo al año”

Los periodistas bielorrusos viven en la palma de una mano que puede volverse puño en cuestión de segundos. Incluso los que abrevan en medios oficiales —mejor pagados— cuelgan de un hilo, como bien sabe G., periodista cultural de 25 años: “Preparaba un reportaje sobre una profesora a la que despidieron por motivos poco claros. Sus alumnos recogieron firmas para pedir su readmisión. Entrevisté a todo el mundo y, cuando me senté a escribir, el rector de la universidad llamó a mi jefe, el director de Zvyazda —periódico cultural de propiedad estatal—, y le dijo: '¡No podéis publicar ese artículo!' Mi jefe se resistió: llevaba treinta años dirigiendo el periódico, pero era un buen hombre, nos dejaba trabajar”. Estamos sentados en el banco de un parque rodeado por gigantes de hormigón. Detrás de G. hay un portal del que no paran de salir policías. Nos cambiamos de banco. G. sigue con su historia: el rector fue a quejarse al Gobierno. La Vertical sacudió sus vértebras y G. fue despedido.

“Mi jefe me convocó a su despacho; no me habló de forma directa, pero pude notar en sus ojos que lo lamentaba. Sabía que su despacho tenía micros”. ¿Micros? “Sí. A veces, por ejemplo, me echaba una bronca por teléfono, porque sabía que estaba pinchado. En la práctica nunca nos molestaba ni censuraba nuestros artículos: si quería cambiar algo, primero nos lo consultaba. Pero a veces tenía que hablar para los micros. Después me vino a ver en privado. Yo le dije que ya está, que lo entendía, que entendía en qué país vivimos. Poco después, él también fue despedido. El nuevo director es un militar, un loco”. Cuando dice militar, G. se da dos golpecitos en un hombro, como si tocase unos galones invisibles. También lo hace cuando habla del infiltrado que tenían en la redacción: un tipo que escribía un artículo al año.

Luz ante la censura

En semejante panorama de minas y oscuridad, una antorcha mide sus pasos: es la BAJ (Belarusian Association of Journalists), asociación legal dedicada a promover el periodismo limpio y libre a través de seminarios e informes.

Su presidenta, Zhana Litvina, explica su estrategia: “Es muy importante estar registrados, porque así tenemos un canal abierto para dialogar con el Gobierno. La BAJ es diplomática y flexible, incluso lanzamos un proyecto con miembros de la BUJ (Belarusian Union of Journalists, su némesis oficialista) y con periodistas suecos para hablar sobre la ética profesional”. Zhana y los suyos intentan mejorar los estándares periodísticos de un país poco acostumbrado a la libertad: colaboran con profesionales extranjeros, meten la cabeza en la facultad de Periodismo (“bien equipada pero ligada al establishment”) o contactan, a veces en secreto, con profesores jóvenes.

“Las elecciones presidenciales de 2010 fueron el periodo más tenso”, continúa Zhana. “Ya durante la campaña, el Ministerio de Justicia se quejó de que dábamos ayuda legal a periodistas. Querían prevenir que ayudásemos a quienes serían reprimidos durante y después de los comicios, como de hecho ocurrió. Siete de nuestros miembros fueron a juicio”.

Bajo los retratos del cámara Dzmitry Zavadski —desaparecido en 2000— y la periodista Veronika Cherkasova —asesinada en 2004—, la discreta oficina de BAJ recuerda a un artificiero que corta cables envuelto en sudor. Ahora mismo hace campaña por Anton Suryapin, estudiante de 20 años que pasó un mes en la prisión del KGB por colgar en su web unas fotos subversivas —ositos de peluche críticos con el régimen— y que ahora espera juicio. Otro desafío son las recientes elecciones parlamentarias, acompañadas, como es tradición, por una embestida contra el libre albedrío.

¿Y las expectativas? Lukashenko siempre basó su poder en dos cosas: el contrato social —subsidiado por Rusia— y los siloviki, que son los servicios de seguridad. Desde la crisis salvaje de 2011, sólo tiene los siloviki, y eso huele a incertidumbre. Lo dice Aleksandr Milinkevich: “Él sabe que el Estado ya no puede sostener la economía, pero privatizar minaría su influencia; las empresas privadas son más difíciles de controlar... Y ninguna dictadura se transforma en democracia”.

Que se lo digan a Lenin: solo cuando lo bajaron de podios y pedestales, llegó la libertad a Europa Oriental. Bielorrusia sigue esperando.

La realización de este artículo ha contado con el apoyo del Ministerio de Asuntos Exteriores de Lituania dentro del proyecto “Made in Belarus”.

Fotos: portada, © perfil en Facebook de Anton Suryapin; texto, (cc) Bolshakov/Flickr. Vídeo: euronewses/YouTube.