El fantasma del sufragio inmigratorio
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Obligaciones, sí. Derechos, no tanto. Los inmigrantes, comunitarios o no, que viven en Europa, deben cumplir con las mismas obligaciones que cualquier otro ciudadano. También tienen derecho a algunos beneficios, como la atención sanitaria o la educación. Pero aún no llegó la hora de su participación política.
En efecto, hay una parte significativa de la población que queda excluida del derecho al sufragio universal. Se calcula que en España esta franja excluida constituye un 2% de la población y un 7% en el conjunto de la Unión Europea, según SOS Racisme.
De acuerdo con el sentido común, todas las personas que conviven en una sociedad deberían tener el derecho político a participar y a elegir quién y con qué política va a gobernarlo. Sin embargo, aunque los inmigrantes contribuyan a la generación de riqueza –tanto cultural como económica de un país-, no siempre tienen este derecho. En Europa el paisaje político, en este aspecto, es de lo más variopinto. Mientras hay países que hace más de 26 años han incorporado a los inmigrantes residentes al electorado, muchos otros –como España-, aún no han comenzado a debatirlo seriamente.
El caso español
En España existen unos 1.500.000 extranjeros empadronados, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística (INE). Pero, como sólo pueden votar en las elecciones municipales los nacidos en países miembros de la Unión Europea, queda excluido de este colectivo cerca del 75%, procedente de África, Latinoamérica u Oriente. Si bien, según la ley de extranjería, los inmigrantes originarios de países que reconozcan este mismo derecho a españoles –como Argentina, Chile, Uruguay y Perú-, sí pueden votar, el concepto integrador –y el sentimiento correspondiente-, está tan lejos de la realidad que, en la práctica, muy pocos lo ejercen.
Esta divergencia de derechos para los nacidos en territorio extra-europeo ha disparado iniciativas de filones partidarios de izquierda y de numerosas ONGs pero, hasta ahora, al menos, no han llegado a buen puerto. En España, la organización Red Ciudadana resalta que justamente la administración municipal es la más cercana a los inmigrantes y de la que dependen cada vez más aspectos relacionados con su vida y su integración social (servicios sociales, guarderías, vivienda o trabajo). Por este motivo, resultaría de importancia la participación de los inmigrantes en la vida política, tanto para elegir como para ser elegidos. Pero, por un lado, los partidos siguen dando vuelta la cara a este tipo de propuestas y, por otro, resulta hasta llamativo que no se hayan sentido tentados por estos votos, todavía fantasmas.
Dónde cuenta el voto del inmigrante
En Europa, un 7% total de la población -proveniente de oleadas migratorias-, está exenta de este derecho. Sin embargo, hay muchos países que han dado un paso adelante en este aspecto hace muchos años atrás. Ejemplo de ello son Noruega, Dinamarca, Suecia, Holanda e Irlanda, que reconocen el derecho a voto a todos los inmigrantes en las elecciones municipales.
Irlanda contempla este derecho desde 1963 para los inmigrantes con más de seis meses de residencia. Suecia, desde 1975, para quienes comprueben más de 3 años de residencia; Dinamarca –con la misma aclaración-, desde 1981; y Holanda, desde 1985; a partir de los 5 años de residencia. Casos menos ejemplificadores han sido los de Gran Bretaña, que desde 1948 ha ofrecido este derecho a todos los residentes “ciudadanos de la Commowealth” y Finlandia, que lo concede pero sólo a extranjeros de otros países escandinavos que cuenten con más de 3 años de residencia.
Mientras tanto, Bélgica e Italia los gobiernos han previsto en sus programas electorales conceder el derecho a voto después de un tiempo de residencia. Pero ha sido en este último país donde se generó el gran debate de los últimos tiempos en este sentido, cuando Gianfraco Fini, líder del partido ex fascista Alianza Nacional y vicepresidente del Gobierno de Silvio Berlusconi, presentó en octubre pasado una propuesta más propia de la izquierda: que los inmigrantes puedan votar.
Un debate intrínseco
Argumentos a favor y en contra se han esgrimido durante años en esta materia y no siempre han correspondido a la dicotomía izquierda-derecha, respectivamente. Justamente porque en materia de inmigración se puede decir que no hay un pensamiento perfectamente homogéneo enmarcado en una ideología, un partido o un gobierno determinado. Si no, valga el ejemplo de Fini.
En España, desde los partidos políticos, la única voz que se ha escuchado en sintonía con estos reclamos ha sido de Izquierda Unida, que este año puso en marcha la campaña “Aquí vivo, aquí voto” para luchar por el voto de los inmigrantes no comunitarios. Para IU, esta marginación política resta legitimidad a la democracia. Además, significa la ausencia de la universalidad de derechos como vía de integración. Es que, ¿cómo se puede pretender terminar con la discriminación que, de hecho, sufren los inmigrantes, si persisten este tipo de discriminaciones legales?
Pero otras voces, y no precisamente de derechas, han refutado estos argumentos al estar en contra de un proceso de integración por el temor a que las oleadas migratorias afecten la “pureza” de las civilizaciones ancestrales europeas. Una de las que más ha sorprendido con su posición ha sido Oriana Fallaci, quien expresó que “exactamente porque está definida y es muy precisa, nuestra identidad cultural no puede soportar una oleada migratoria compuesta por personas que, de un modo o de otro, pretenden cambiar nuestro sistema de vida. Estoy diciendo que en Italia, en Europa, no hay sitio para los muecines, los minaretes, los fasos abstemios, el maldito chador...y hasta si hubiese, yo no se lo daría. Porque sería como echar a nuestra civilización”.
Según un informe de Bruselas sobre la inmigración, para mantener el nivel de población actual serán necesarios, en 2050, unos 16 millones de inmigrantes. Aunque estas cifras van a más si se establecen otros parámetros: Para que en 2050 se garantice un nivel de vida igual al de 1998, se necesitarán unos 50 millones de inmigrantes y, para que haya la misma población activa, este número ascenderá a casi 80 millones de extranjeros.
Con estos pronósticos, dentro de 47 años habrá en Europa un inmigrante por cada tres nativos. Un 25% de la población tendrá como lengua materna una no europea y pertenecerá a una religión no europea. Cierto es que ninguna civilización ha vivido una experiencia semejante. Habrá que esperar, entonces, si el debate acerca del derecho a voto renace en estos largos años que quedan. Porque, de no ser que Europa viva un rejuvenecimiento drástico, la integración tendrá que producirse tarde o temprano porque el derecho a voto no puede depender sólo de la identidad nacional, mucho menos en estados plurinacionales como el español o el italiano.