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El día que perdí el pelo

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Estrasburgo

Octubre está consagrado al cáncer de mama. El llamado “mes rosa” nos recuerda que este cáncer es el más frecuente entre las mujeres y que une detección precoz aumenta en 40% la tasa de supervivencia. Por ello, la sensibilización respecto al cáncer es fundamental para su cura. Con motivo del mes rosa, y en apoyo a los enfermos oncológicos compartimos la experiencia de una compañera babeliana.  

Recuerdo que estaba en la habitación nueva, me habían trasladado esa misma mañana, y todos estábamos un poco nerviosos aunque nadie lo decía. Llamaron a la puerta; era la peluquera:

- ¿es aquí la niñita que operan mañana? Soy la peluquera

- Sí, somos nosotros - respondió mi padre.

- Hola bonita, vamos a prepararte – dijo ella.

Era de origen ecuatoriano, pequeñita, menuda, no tendría más de 35 años, cara agradable y un tono de voz cauteloso.

En ese momento, mi madre se levantó corriendo y salió dando un portazo, mi hermana fue tras ella.

Yo no entendía nada, todo pasó muy rápido y luego me sentía estúpida por no haber caído en la cuenta. Mi tumor cerebral no se iba a ir sin más, se llevó por delante mi autoestima…

Me sentaron en el sillón de la habitación, un sillón muy cómodo que en ese momento se transformó en una silla de tortura para mí.

La mujer enchufó la maquinilla y ese ruido empezó a inundarme los oídos devorando el miedoso silencio de la habitación. Todavía puedo oír esa maquinilla, no era muy fuerte pero era continuo, persistente, hiriente.

Mi padre se sentó a mi lado y me cogió las manos, y empecé a sentir el leve roce de las cuchillas barriendo mi cabeza. Era horrible, oía como la maquinilla paseaba tras mis orejas con suma delicadeza. Pero haciéndome al mismo tiempo el mayor de los daños.

Mis ojos empezaron a inundarse de lágrimas mientras mi padre me acariciaba la mejilla:

- Estás guapa, estás muy guapa, esto crece en seguida, ya verás – decía él, con toda la ternura del mundo.

Pero yo ya no podía escucharle, un mar de tristeza se derramaba por mi cara con sorprendente silencio, y a través de mis lágrimas veía caer mi cabello lentamente sobre mi pijama de rayas, sobre la silla, en el suelo…

- Pero si tú siempre estás guapa, no te preocupes hija, vas a quedar bien… - me quitaba con cuidado las lágrimas a la vez que me susurraba al oído.

Mis lágrimas eran silenciosas, no emití ni un solo ruido. Alguien me dijo más tarde, que el llanto silencioso es el más doloroso, de profunda tristeza que emana directamente del alma sin ni siquiera proferir un quejido. Es la mayor de las penas.

El ruido seguía, mis lágrimas continuaban empañando mi cara; creo que podría haber llenado una bañera aquella tarde. La mujer iba acabando y mi pelo estaba ya por todas partes, sobre todo en mi pijama. Un pijama precioso que desde entonces miraba con asco.

La maquinilla se apagó de repente, yo seguía llorando y no me había dado cuenta de que todo había acabado.

- Pero no llores bonita, estás muy guapa, una niña tan guapa, si…

Me sentía desprotegida, fría, sola. Las primeras corrientes de aire eran como latigazos en mi cabeza. Tenía miedo de tocarme esa piel desnuda, no parecía mía, y me helaba la sangre sólo pensarlo.

Despedimos a la mujer, bueno, más bien mi padre; yo ni siquiera quería levantar la vista, parecía que los ojos encharcados de lágrimas me pesaban demasiado para mirar hacia arriba.

Minutos después llego mi madre, tenía los ojos rojos. Estuvo llorando toda la tarde, mi madre adoraba mi pelo, pues era ella quién más lo había peinado y, sé que prefería mil veces estar ella en mi lugar.

Aquella noche me lavaron mi hermana y mi madre en la pequeña ducha del hospital. Mi madre me enjabonaba con cuidado, y mi hermana sostenía la mano con las vías fuera de la mampara. Nunca vi temblar más a mi madre, creo que ella también sentía la pena de mi cabecita desnuda. Al llegar a la cabeza, con suma dulzura mi madre acariciaba ahora la piel desnuda, y al mismo tiempo aguantaba la respiración. Al salir de la ducha, mi hermana rápida, se sitúo entre el espejo y yo, evitando que viera mi reflejo. Nunca me llegué a ver sin pelo, y se lo agradecí a mi hermana, siempre sabe cómo actuar en los peores momentos.

Esa noche apenas dormí, la sensación de mi cabeza rozando la almohada era crispante. Desagradable, desgarrador, sentía que sólo la fina funda de la almohada me atacaba dejándome sin sueño toda la noche. Cada corriente de viento era un latigazo, cada roce de la almohada era un arañazo y yo sólo quería salir de aquella pesadilla.

Al día siguiente me operaron, y desde entonces vendas y apósitos cubrían la cabeza desnuda.

No mucha gente piensa a este momento, aunque todos suponen que sucedió. Escribo esto, para todos aquellos que menosprecian una experiencia así. Creo que si no lo cuento yo, muchas veces no podemos imaginarnos algo así. El mismo hecho de perder el pelo no mata, pero es el primer signo de la gravedad, es la materialización de la enfermedad. Lo escribo de modo positivo, para que veáis que es duro, que es triste, pero se pasa, todo se pasa.

Ahora, 10 años después, a menudo me toco la cabeza, palpando cada una de esas cavidades que un día estuvieron desnudas; eso me estremece y al mismo tiempo me recuerda la suerte que tengo de poder hacerlo hoy.

Y, si algún día, y ojalá que no sea así, vosotros o alguno de vuestros seres queridos pierde el pelo por una enfermedad, espero que sepáis valorarlo como lo que es. Una experiencia dura, sobre todo como antecedente de un situación grave, pero al mismo tiempo ser optimistas, tener fuerza y seguir adelante. Porque al final lo más importante es la gente que nos quiere, la gente que sigue a tu lado y sabe verte guapa siempre. Porque nunca podré agradecer suficiente a mi familia todo su cariño y su amor.

Translated from Le jour où j’ai perdu mes cheveux