El cuento de “Bruselas” y la fortaleza.
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Algunos intentan responsabilizar a “Bruselas” del cierre de fronteras al tercer mundo para no tener que afrontar el verdadero problema, para que nuestras sociedades no se tengan que mirar al espejo.
Si hay una cosa que me molesta, son las tonterìas. Comprendo que le debate sobre la immigración es uno de los más complejos a los que se enfrentan nuestras sociedades ricas de Europa Occidental, pero eso no significa que no haya que afrontarlo con dignidad y discernimiento. Su complejidad deriva del simple hecho que nos lleva a plantearnos nuestra relación con la alteridad. Hemos conseguido organizar nuestra vida en común sobre el modo del diálogo y de la democracia en un marco estatal, y estamos incluso intentando hacerlo, siguiendo un modela más flexible y original, a escala continental, en toda Europa, hoy más que nunca. Pero el extranjero, el que es diferente, el immigrante no está previsto en ese modelo, y por eso nos distorsiona los cálculos, nos complica la vida, nos enfrenta a una disyuntiva: o nos replanteamos el modelo y buscamos una solución para todos, o excluimos al “alien”. Lo primero es, evidentemente, complejísimo y significaría, según una mayoría, cambiar un modelo que funciona en nombre de un cierto altruismo gratuito. Lo segundo es más sencillo, pero tiene el inconveniente de ser contrario a los principios que cimentan la democracia: la solidaridad, la libertad... y, claro, ser tan hipócrita, siempre molesta un poco, ¿no?
Schengen, o cómo alguien se acuesta immigrante y deja de serlo a la mañana siguiente
Y sin embargo, lo primero es posible, al menos parcialmente. La Unión Europea es de por sí un replanteamiento del modelo nacional de Estado que ha llevado, con toda naturalidad, a la libre circulación de personas en su seno. Un español o un portugés, en Francia, eran antes immigrantes, pero ya no lo son: no necesitan ningún tipo de visado ni sacar su pasaporte cuando les paran por la calle, no tienen que pedir permiso a nadie para estar en París. No son immigrantes, y ello gracias al sistema de Schengen. Lo mismo va a ocurrir con los diez nuevos países miembros del Este de Europa: hoy, un polaco en España es un immigrante, pero mañana ya no lo será. Y más tarde, ocurrirá lo mismo con los Balcanes, que ingresarán en la Unión, no les quepa duda. Así pues, cuando se critica el sistema de Schengen, conviene recordar los logros que ha permitido. Los mismos que se pasan el día diciendo que la Unión Europea no más que una unión económica de tipo liberal son los mismos que afirman que el objetivo de la Unión es cerrar sus puertas a la immigración del tercer mundo y que Schengen es un nuevo muro de la vergüenza.
En primer lugar, esa afirmación no es del todo errónea, aunque hay que matizarla. En la reciente Cumbre de Tesalónica, se ha comprobado que, por fortuna, Tony Blair no ha conseguido que sus colegas aprueben su proyecto para realizar “centros de tránsito”, fuera de las fronteras de la Unión, en los que las personas que hayan pedido asilo en la UE esperarían respuesta. Esta propuesta, criticada por la mayoría de los defensores de los derechos humanos y que probablemente fuera contraria a la Convención de Ginebra, hubiera sido la verdadera solución represiva que muchos critican, pero Europa no la ha adoptado. Europa (¡uf!) sigue creyendo en los derechos humanos, incluso para los extranjeros.
En segundo lugar, las decisiones no dependen totalmente de “Bruselas”. Hoy por hoy, y mientras las cosas no cambien, la mayoría de las cuestiones relacionadas con la immmigración en Europa dependen del así llamado “segundo pilar”, o JAI (Justicia y Asuntos Internos) de la UE, es decir que los Estados tienen un poder particular de decisión y la Comisión tiene un poder más limitado que en otras áreas. Lo cual explica, precisamente, que Blair pueda llegar y proponer un proyecto, cuando en el funcionamiento “normal” de la Comunidad Europea, es la Comisión la única que tiene tal derecho. Todo ello implica que los Estados, poco a poco, van aceptando que la Comisión pueda tratar tal o cual campo. Por ahora, por ejemplo, el comisario JAI, el portugués Antonio Vittorino, puede proponer la creación de una guardia común para las fronteras externas de la Unión, pero tiene las manos bastante atadas en materia de integración o de garantía de los derechos del immigrante. Y sin embargo, ha conseguido que se aodpten dos directivas importantes en los últimos meses: una sobre la reagrupación familiar y otra sobre el estatus de los residentes extranjeros de larga duración. Es decir que no hay que imaginarse que en Bruselas hay un grupo de personas muy malas que lo único que quieren es que los moros no entren en la Unión, porque, como todo el mundo sabe, los moros apestan. No, hay personas competentes, bastante conscientes de los problemas que se plantean en el campo de la immigración, pero que sólo pueden hacer lo que les dejan hacer. Bruselas no puede decir que se abran las fronteras con los países árabes ni nada por el estilo; tampoco puede decidir que se cierren definitivamente.
Europa está llena, o eso creen muchos...
Vittorino, de hecho, lo que intenta es mantener la sangre fría y subrayar la importancia de las garantías de protección de los derechos humanos, el papel de la immigración en los progresos de la economía europea y en los sistemas de protección social o la necesidad de garantizar un cierto nivel de integración cultural y social de los immigrantes y sus hijos, y todo ello en un contexto que favoriza la solución represiva: el del post-11 de septiembre, el de la psicosis por el terrorismo islamista. Porque lo que quisiera recordar es que en Italia gobierna una coalición de tres partidos: la Lega Nord, partido del norte rico, racista, no ya simplemente con los extranjeros sino incluso con los propios italianos del sur; la Alianza Nacional, partido post-fascista (sin comentarios) y Forza Italia (¿partido?, no, no partido no, desde luego), digamos propiedad privada de un hombre que considera que la civilización occidental es “superior” a la musulmana. Porque lo que quiero recordar es en España, en el año 2000, los electores dieron la mayoría absoluta a un partido que defendió durante la campaña la línea dura contra la immigración frente a otro que pedía mayor flexibilidad y respeto. Porque quisiera recordar que hace un año, el 21 de abril, los electores Franceses votaron más al candidato fascista, homófobo y racista que al primer ministro socialista y que, hoy, en esa misma Francia, el político más popular es sin duda el ministro del Interior, defensor también de una acción policial “firme”. Recordar que en Inglaterra, hecho inédito, el racista Partido Nacional Británico progresa a cada elección, lo cual explica parcialmente la actitud del gobierno laborista. Recordar que hace algo m’as de un año, en Holanda, patria de la tolerancia, un tipo que afirmaba que “Holanda está llena” fue el gran vencedor póstumo de las elecciones, recordar lo que ocurrió en Dinamarca, en Austria...
Bien, y en este contexto nacional, en un campo en el que “Bruselas” no tiene las manos libres, algunos quieren todavía hacer creer que la Comisión, ese ente tecnocrático, es la que cierra las puertas a los immigrantes. Pero por Dios, basta de tonterías. Si alguien cierra esas puertas, son simplemente los electores. Lo cual es signo de un problema de mucho mayor calado, que tiene que ver con la educación, con el sentido de la tolerancia y de la solidaridad de nuestras ricas sociedades.