El caso Niang Mor: crónica de una rutinaria ‘casi’ expulsión
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Clara Fajardo TriguerosNiang Mor nació en Senegal, tiene 57 años pero uno lo duda incluso con documentos delante. En 1982 llegó a Francia para trasladarse a Alemania cuatro años más tarde y mudarse después a Italia, en 1990. Desde entonces, vive en Rávena, tiene un permiso de libre circulación, ha trabajado siempre y no ha tenido nunca problemas con la ley. Ésta es su increíble ‘casi’ expulsión
Niang vive en Mensa Matellica, un pueblecito de campo de Rávena, junto a tantos otros inmigrantes africanos. 2009 fue un año duro para él: ganó menos dinero por la crisis y su madre, ya muy enferma, requirió su presencia en Senegal hace algunos meses para asistirla. Al volver a Rávena, donde ya tiene su vida (allí vive también un hermano, tiene amigos) pide en septiembre la renovación del permiso de residencia. Pero se la niegan por insuficiencia de rédito y le advierten que debe dejar el país en 15 días. “Llevo aquí 19 años, siempre he trabajado, pagado los impuestos, nunca he tenido ningún problema con la ley y mi hermano ya se había ofrecido para echarme una mano mientras encuentro trabajo”, recuerda Niang. "¿Cómo pueden decirme que me vaya por ser un clandestino?”
Decide quedarse. La policía lo encuentra y el 2 de noviembre, una buena mañana, se lo lleva al cuartel junto a un amigo para su proceso de regularización. A las 14.00 horas los oficiales aconsejan a su acompañante que vuelva a casa porque no estará allí mucho tiempo, sin embargo, no dan ningún detalle sobre su destino. En realidad, mientras espera, empiezan a preparar una carta para su expulsión y el prefecto firma el decreto para enviarlo ese mismo día. A las 16.00 horas lo montan en un vehículo de la policía diciéndole que lo llevarán lejos, a un Centro de Identificación y Expulsión. A Niang no le quedan apenas fuerzas para hablar, está solo, no puede llamar a nadie: amigos y familiares no saben qué le está sucediendo, no tiene dinero y está de viaje hacia una meta que desconoce.
Un mes en el CIE de Gorizia
A las 20.30 horas llega al CIE de Gorizia, se le asigna una tarjeta de identificación con el número 114 y le quitan todos sus efectos personales: el teléfono móvil con cámara, el reloj y el 'gris gris', el amuleto de la suerte que le trae los recuerdos más arraigados de los suyos que quedaron en Senegal. Nada de esto le será devuelto y sólo le dejan un viejo teléfono con el que llama a un amigo que le consigue un abogado.
Nadie le explica cuánto tiempo deberá quedarse en el centro. “Me dijeron ‘entre tres días y seis meses”. El CIE está abarrotado aunque limpio. Se come mal, fatal, y en poco tiempo pierde tres kilos. Mientras, su representante legal fija una cita ante el juez de paz para rediscutir su caso. La audiencia es el 3 de diciembre pero el día antes, a la una de la madrugada, lo despiertan y le dicen que se prepare rápidamente. A esas horas, localizar a su abogado es imposible, pero consigue avisar a un amigo: “me sacan de aquí, pero no sé a dónde”.
Hacia Malpensa para la expulsión
En coche le dicen que van directamente a Milán y en su cabeza comienza a crecer el miedo a la expulsión, que se convierte en realidad cuando el vehículo, junto a las puertas de la capital lombarda, toma dirección hacia el aeropuerto de Malpensa. Poco tiempo después, Niang se encuentra solo en una salita del aeropuerto milanés, a la espera. Delante de sus ojos pasan sus 19 años de vida en Italia, el hermano y los amigos que se quedan en Rávena, la consciencia de una conducta siempre ejemplar y su contribución al desarrollo del pueblo, junto con un sentimiento de injusticia por haber sido tratado como un trámite burocrático que hay que tramitar rápidamente, sin rastro de compasión humana.
Le atan las manos con un bramante de plástico, le dicen que le llevan a Senegal mientras le sacan del cuartillo donde está. En el pasillo explota. “No soy un clandestino”, grita agarrándose con todas sus fuerzas a los hierros. Llegan refuerzos. “No vuelvo a Senegal”, advierte, pero los agentes tienen las de ganar y lo devuelven al cuartillo. Le ponen dos inyecciones para calmarlo, le unen las muñecas, rodillas y tobillos con cinta adhesiva y, como un saco, cargan lo cargan en una furgoneta. Una vez que llegan al avión, siempre cogiéndolo como a un saco, lo suben y lo ponen, todavía con las manos, pies y tobillos atados con cinta, en el asiento. Niang no se da un respiro y de nada vale las súplicas de los agentes pidiéndole que se calme. Grita y se revuelve hasta llamar la atención de los pasajeros y del comandante, que se niega a partir porque está demasiado agitado y es un riesgo para la seguridad del vuelo. Finalmente, es bajado del avión pero, antes le desatan los tobillos y las rodillas, “para irme por mis propios pies de hombre libre”.
Epílogo
«Fue el día más increíble de mi vida», me dice Niang, que se divierte ahora al contar parte de su historia en alemán, inglés y francés en una especie de competición sobre quién sabe más lenguas, que pierdo miserablemente. El resto es historia reciente: la ciudad de Rávena asume su defensa, una manifestación reúne a 1.500 personas para apoyar su causa y el decreto de expulsión es suspendido por un fallo en su procedimiento. Niang se encuentra a la espera de ver su situación regularizada.
Translated from Il caso Niang Mor: cronaca di un'ordinaria "quasi" espulsione