¿De dónde eres? La encrucijada identitaria
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En mi casa hablamos dos idiomas. En los últimos cuatro años he vivido en cuatro países distintos hablando cinco idiomas diferentes. ¿Valenciano o español? ¿Español o europeo? ¿O un poco de todo? Con esta reflexión, trato de responder al gran dilema identitario. ¿Cómo se conforma la identidad? ¿De dónde es uno, de donde nace o de 'donde se hace'?
La cuestión identitaria es algo que siempre me ha interesado. La idea de pertenencia a un lugar o a una cultura, y a cuál, fue algo que en la adolescencia me provocó más de un quebradero de cabeza. Quizá se deba a mis orígenes. Resulta complicado explicar un tema así en tan pocas líneas, pero digamos que mi identidad a los 16 años se había forjado a partir de las vivencias heredadas por mi familia paterna -de Ibi, un pueblo al norte de Alicante, donde me crié- y por mi familia materna (de Castilla-La Mancha). Las costumbres culturales, las relaciones sociales y la gastronomía de cada rama familiar eran un tanto diferentes, por no hablar de que con una parte de la familia me expreso en catalán y con la otra, en castellano, y yo, a mis 16 años, me veía en la necesidad de "elegir" una de las dos identidades (cosas de la edad). Con el tiempo, acabé coreando las canciones de grupos de ska valencianos, que todavía escucho, leyendo textos de Joan Fuster y defendiendo la legitimidad de la independencia dels Països Catalans (Cataluña, Valencia e Islas Baleares). Con un sistema escolar bastante deficiente, en el que la lengua catalana se ignoraba en las aulas con bastante frecuencia y una clase política nefasta que menospreciaba sin ningún reparo cualquier seña de identidad propia del pueblo al que pertenezco, empezando por la lengua (los conservadores han gobernado en la Generalitat Valenciana desde que tengo uso de razón), vi en nacionalismo una posible respuesta a las dudas que me asaltaban y a las necesidades de mi entorno.
Puertas abiertas en el 'Auberge espagnol'
De esto hace ya diez años. Sé que no es mucho, pero cuando este tiempo transcurre entre los teen y los veintitantos, una década da para mucho. Desde ese momento hasta ahora, he tenido la oportunidad de viajar y de vivir en tantos países y de conocer a gente tan diferente que, inevitablemente, mi punto de vista sobre las cosas ha cambiado bastante. Si algo me ha aportado la experiencia de trabajar y estudiar en el extranjero, esto ha sido la sensación de libertad. Vivir fuera, entrar en contacto con otros idiomas y estar conociendo constantemente a gente de otros países te ayuda a relativizar un poco sobre tu propia historia y a darte cuenta de que ni tu pueblo es el centro del universo ni tú eres el ombligo del mundo.
Durante mi Erasmus en Francia estuve viviendo en una casa de tres plantas que no tenía ni cerrojo. La compartía con cinco franceses y un mexicano y con la multitud de extraños (o "amigos de") que cada noche dormían en el viejo sofá del salón. Aquello era un verdadero auberge espagnol. Aquel año aprendí a tolerar y a respetar un poco más, a decir algunas palabrotas en francés y a aceptar que el concepto de limpieza es algo muy relativo y que tampoco se acaba el mundo porque haya ratones correteando por la casa. Sin embargo, tengo que reconocer que el Erasmus no me ayudó a sentirme "más europeo". No niego que el programa de intercambios sea el invento más brillante que haya tenido la Unión Europea, pero creo que yo no me sentía "más europeo" después de aquella experiencia. Regresé a Ibi después de nueve meses y creo que seguía estando en la misma encrucijada identitaria: ¿Español o valenciano? ¿más valenciano o más castellano?
Un hispano en el gran rancho del sur
No fue hasta un año y medio después cuando empecé a ver algo de luz al final del túnel. Viajé a Raleigh, ese enorme rancho con nombre de capital en medio de Carolina del Norte (Estados Unidos) en otoño de 2012 y me enfrenté al mayor choque cultural que haya experimentado nunca. "Esto sí que es otro mundo", pensé. Fue al cabo de unas semanas allí cuando empecé a sentirme por primera vez verdaderamente europeo. Allí, en medio de la nada, en un país donde (salvo excepciones) no existen los mercados ni los bulevares, donde para hacer la compra hay que ir -a la fuerza- a un mall y donde la idea de "pasear" simplemente no se concibe, fue donde tomé consciencia por primera vez de mi ascendencia europea y de lo que esto significaba. Me di cuenta de que me había sentido mucho más próximo de los viandantes de la plaza Jeema el-Fna de Marrackech que de los estadounidenses de Carolina del Norte. Allí trabajé para un periódico hispano, escrito en castellano y dirigido a la población inmigrante del Estado, por lo que también allí la cuestión identitaria me acechaba a cada tanto.
"¿De dónde eres?", me preguntaban curioso. "Soy español". "¡Ah! ¿De qué país?". Por absurda que pueda parecer, esta conversación la tuve en más de una ocasión. Y es que en el país de la libertad, el término "Spanish" va mucho más allá de lo que nosotros pensamos. Allí me sentí, por primera vez en mi vida, más que español, hispano. Y cuando me tocó rellenar algunos formularios del gobierno, donde me preguntaban por mi etnia, me vi de nuevo en la encrucijada. "¡Soy europeo, de España! ¿Qué debo marcar? ¿Hispano? ¿Caucásico?", le gritaba a la chica que me atendía del otro lado de la ventanilla. "Caballero, en eso yo no le puedo ayudar". Al final, acabé por marcar "hispano" en todas las casillas. Por solidaridad con todos esos inmigrantes que son tratados como basura por el mero hecho de ser hispanos, porque eso de caucásico nunca he sabido muy bien qué es y porque si mis amigos mexicanos, que tienen ascencendencia española, son hispanos... ¿qué se supone que debo ser yo?
¿Por qué elegir?
Estuve ocho meses en Carolina del Norte y, pese a que no tuve demasiado contacto con los anglosajones, sí puedo decir que regresé de allí con las pilas cargadas y con la sensación de haber aprendido mucho de mis amigos latinos. Colombianos, mexicanos, venezolanos, peruanos, argentinos… con todos tuve trato y de todos me llevé algo. La mayoría son jóvenes que emigraron de su país siendo bien chicos (con o sin documentos) y para los que el sentimiento de arraigo identitario es algo bastante flexible. Ellos me enseñaron que uno puede ser de varios sitios si uno quiere, que uno no tiene que elegir. Me sentí tremendamente identificado con los latinoamericanos desde el primer momento (supongo que el pasado colonial y el idioma acaban pesando tarde o temprano) pero también de los ciudadanos de Estados Unidos aprendí algo: que ser patriota o amar el país de uno no es algo negativo. Vi cómo, pese a ser una sociedad formada en la contradicción, se educa a los jóvenes para que amen a su país y los valores con los que oficialmente se fundó. Y no me pareció mal, más allá de que uno pueda o no estar de acuerdo con ellos, porque apreciar al propio país no significa necesariamente que uno odie al diferente. Me pareció algo lógico.
Así, hace ya un tiempo que han dejado de molestarme las banderas rojigualdas en los balcones de mi pueblo cuando hay un mundial de fútbol o que se entonen himnos en según qué ocasiones. He empezado a entenderlo, sí, pese a no identificarme con ello. Del mismo modo, he dejado de identificarme con la causa independentista en el grado en que solía hacerlo, aunque puedo comprender perfectamente que haya gente que la defienda.
Resulta curioso, pero tengo la sensación de que he tenido que recorrer cientos de kilómetros, expresarme en castellano, catalán, alemán, francés e inglés para acabar dándome cuenta de que si me identifico con algo es con mi calle, con mi gente, con mi familia. Con mi familia biológica, sí, pero también con la que he elegido: esa que tengo repartida por medio mundo y con la que me comunico cada día y en varios idiomas, que vive en América, Francia, Alemania, Austria, Holanda, Italia o España. Whatever works!