Constituyentes europeos: ¡Temed a los pueblos!
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miguel garcía molinaArtículo publicado el 10 de Octubre de 2003. El CIG de Roma fijará una Constitución para Europa. ¿Pero cómo la acogerá el demos europeo, al no haber podido participar en su elaboración?
Según la tradición política de Occidente, una Constitución es un pacto sagrado, vinculando el pueblo (que llamamos ciudadanos, electores, sociedad civil, u opinión pública) y los principios jurídicos de su gobierno. Al ser un pacto sagrado, su naturaleza sobrepasa la simple concepción jurídica. Si una Constitución puede ser redactada deprisa y corriendo (lo que será probablemente el caso para la nuestra), no sólo puede sellar el fundamento de un derecho público, sino sobre todo una comunidad política que vive entre los muros que erige. Es un palacio de mármol pensado para la eternidad, concebido por los hombros de medio millar de habitantes.
Sin embargo, es de sentido común dejar escoger a los nuevos propietarios de una morada su forma, sus líneas, su naturaleza, y de dejarles a los profesionales de la construcción el detalle y los avatares de la obra. Para la grande y suntuosa construcción constitucional, les ha sido negado a los ciudadanos el pronunciarse sobre la naturaleza del conjunto, y los obreros de la organización social, como deberían ser los políticos, han acaparado todo y decidido en silencio, como ladrones con miedo. Si así es como debe ser concebida una Constitución, se pueden deducir las consecuencias que no podrá evitar tener la empresa arriesgada de la concepción de la que nacerá. Si consideramos la inadecuación de la aspiración de los pueblos a recibir su Ley fundamental y su efectivo registro procedimental por los profesionales del género, la recepción de la Constitución corre peligro de seguir un camino escabroso.
Una única Constitución para una Europa de dos velocidades
La Constitución sobreviene en el preciso momento en que la UE se disloca. Jamás en la Historia de la construcción europea la Unión en su conjunto ha estado tan poco ligada por una unidad de destino. La zona euro, por los lazos de políticas monetarias y presupuestarias, por sus símbolos y la conciencia de una Historia irremediablemente común, conducirá a la emergencia de hecho de una Europa de dos velocidades. Las consecuencias son a la vez inciertas, temibles y mesiánicas.
Inciertas, porque dan a luz una situación inédita dónde un grupo de países de serie A pensará avanzar en una aventura histórica de dónde otras naciones hermanas de serie B serán excluidas; el artículo I-43 del proyecto constitucional que instituye las famosos cooperaciones reforzadas lo demuestra. Temibles, porque las instituciones de la Unión no están dispuestas a dejar escapar países para que vivan sus vidas en solitario.
Mesiánicos posiblemente, porque el motor histórico de la aventura colectiva será liberado por fin de frenos euroescépticos para construir Europa a nuestra medida. Sin embargo no hay que desestimar las frustraciones de los países europeos confrontados con el asumido motor franco-alemán, el cual, al atribuirse el monopolio de la reforma legítima, corre el riesgo de descuidar las capacidades de las naciones hermanas, y de agriarlas. La Constitución, sin duda, salva la apariencia de una Unión irremediablemente encerrada en el mármol de la Ley fundamental, con el fin de esconder la fractura, incluso la secesión.
Los verdaderos problemas ocultados
Pero es más grave. Encerrándose en sus torres de marfil procedimentales, los miembros de la convención han creado un foso inquietante que los separa de los pueblos. En efecto, es bueno saber que en 2009 la Comisión contará con quince miembros, es decir menos que el número de países miembro. Esta medida constituye un adelanto en la elegibilidad de un verdadero gobierno.
¿Pero qué decir sobre esta obsesión de no escuchar lo que tienen que decir los pueblos, lo que gritan los ciudadanos? Europa, por su política y sus exigencias, no da más de sí bajo su forma actual. La última cumbre de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en Cancún puso en evidencia las contradicciones de una burocracia colectiva que, subvencionando, como su homóloga americana por otra parte, una estructura agrícola obsoleta, se gana la enemistad de las fuerzas productivas de los países en vía de desarrollo. El rechazo es virulento, y se volverá violento.
En cuanto a la protesta interior, no parece menos prometedora, una constitución no debe ocuparse de problemas circunstanciales. Sin embargo, ¿cómo no ver que es discutida en el momento histórico de la puesta en duda general de los servicios públicos, de la exacerbación de la política de la competencia heredada del otro lado del Atlántico, de una puesta en duda de todas las prerrogativas del Estado del Bienestar, de los sistemas sanitarios a la política universitaria?
La Constitución será mal acogida porque no lleva en ella ningún proyecto que pueda contentar las aspiraciones ciudadanas. Es cierto que está el artículo 1-46, que permite a medio millón de ciudadanos hacer examinar por los cuerpos institucionales un acto jurídico. Pero las elecciones de los diputados europeos bajo su forma actual, la falta de estímulo para la emergencia de verdaderas campañas transfronterizas, con listas o programas comunes, condenan los esfuerzos a piadosos deseos mediáticos.
Una democracia sobre el papel
Estas incertidumbres, estas inquietudes, hacen toda predicción difícil. Aunque cada uno de nosotros da su opinión sobre estas cuestiones de política institucional, nadie sabe verdaderamente dónde va Europa. El marco institucional de la nueva Unión será incapaz de proporcionar al debate político las posiciones constructivas de una cultura política clásica, en primer lugar porque los dirigentes europeos no saben dónde van. No saben qué pensar del futuro del Estado del Bienestar, no saben cómo conciliar reglas de competencia y legítima intervención del Estado, no saben lo que es una verdadera política cultural protegida, no saben dónde lleva la privatización de la enseñanza superior. Europa favorece todos estos retrocesos porque no tiene la fuerza institucional y la política del rigor de pensamiento, del enriquecimiento político por la estimulación de la discusión política. A la luz de estas insuficiencias, los ciudadanos no podrán confiar en sus nuevas instituciones.
Constituyentes, temed a los pueblos. La tradición de la democracia representativa es volverse directa sobre las cuestiones institucionales. Los constituyentes europeos lo han olvidado, porque este olvido les conviene. En cuanto a la juventud privilegiada que se entusiasma con Europa porque ha vivido el Erasmus, tiene razón y constituye una esperanza. Pero corre el riesgo de repetir la Historia de la joven burguesía europea de finales del siglo XVIII que, a pesar de su ardor y su brillantez, era sólo la expresión, aunque magnífica, de una conciencia elitista, minoritaria, y autorreproductiva. Para evitarlo, es necesario que campañas políticas europeas comunes discutan sobre lo que verdaderamente temen los ciudadanos del continente: la puesta en duda por las fuerzas conservadoras del mundo en el cual quieren vivir. Los europeos deben saber lo que les ocurre.
Translated from Constituants européens : craignez les peuples !