
Chicos y muletas
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Almodóvar necesita obsesionarse con sus historias hasta que éstas no le
dejen dormir, pues sólo entonces se convence de que ha de grabar su
película, a modo de exorcismo saludable.
En Los abrazos rotos, sin embargo, la autocomplacencia del director -que en otras de sus películas era perfectamente compatible con el deleite del público- se queda finalmente en un egocéntrico y emocionalmente hermético ejercicio de estilo vacío, que no provoca más que frustración y decepción en el espectador, ajeno a los supuestos vaivenes sentimentales de unos personajes desdibujados y a unas historias tan retorcidas como inverosímiles.
Aparentemente, Los abrazos rotos tenía todos los ingredientes para ser un peliculón: un reparto de estrellas a las órdenes de un director cuya genialidad pocos discuten, una música compuesta por el talentoso Alberto Iglesias o la presencia de Rodrigo Prieto () a cargo de la fotografía. Con tanta buena materia prima uno lamenta mucho más el resultado final del filme y, para tratar de encontrar la clave del estrepitoso fracaso, sólo le cabe recurrir al guión. El principal problema del filme es que parte de unas historias malas, o mejor dicho, mal desarrolladas, mal trenzadas entre sí y mal resueltas. A partir de ahí es lógico que todo empiece a fallar como con un efecto dominó.
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Sólo la inverosimilitud de los diálogos escritos por Almodóvar –dignos a veces de torpes óperas primas-, explica que ni una sola de las palabras pronunciadas por Lluis Homar, Tamar Novas o Rubén Ochandiano resulten convincentes, naturales, verdaderas, y que hasta las mejores actrices de la película, Penélope Cruz y Blanca Portillo, resulten por momentos ridículas recitando las frases de sus personajes.
¿Algo bueno de la película? Sí, precisamente lo que no es la película, lo que está fuera de la trama principal. Es decir, esas escenas intercaladas de Chicas y maletas, el filme que rueda el personaje interpretado por Lluis Homar, y por el que se pasean con gracia y brillantez algunas “chicas Almodóvar” como Chus Lampreave, Rossy de Palma o Carmen Machi, todas geniales en sus cameos cómicos. Da la impresión de que esa “otra película” que se inserta al final de Los abrazos rotos funciona como una demostración apresurada de talento, para resarcirse a tiempo del descalabro anterior. Por supuesto, eso no resulta suficiente para evitar haber firmado la que es, de lejos, su peor película hasta la fecha.