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¿Barcelona es cultura?

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La política cultural de la cebolla, o cómo Barcelona se ha creado una imagen de capital cultural vacía de sustancia, basada en la orquestación publicitaria y que se creen los turistas, pero no los artistas

Forum 2004 de las Culturas, Juegos Olímpicos 1992, 2002 Año Gaudí, 2003 Año del Diseño. A primera vista, los indicadores señalan que Barcelona es una ciudad en la que el Estado tiene recursos suficientes, o una administración tan eficiente o una política tan abierta para ocuparse de todo, aún de lo que abandonan el gobierno central y la Generalitat, aún de lo que otras ciudades dejan en manos de fundaciones y sponsors privados. Pareciera que Barcelona es cultura. Veamos qué sucede pasado el primer y fascinante impacto, cuando la vista se detiene cierto tiempo en los detalles y formula preguntas que nadie desea responder. Cuando la cebolla pierde su cáscara

La ciudad cuenta con un patrimonio histórico arquitectónico riquísimo. Siglos atrás fueron los romanos, los que comenzaron a darle una fisonomía especial. Hace menos de un siglo, fue la pujante burguesía industrial catalana, mecenas de los modernistas, que dio vuelo a Gaudí y tantos otros talentos, cuya obra aún disfruta el paseante. Es también una ciudad con una vasta cartelera de espectáculos –muchos públicos y gratuitos-, variada en materia musical, un tanto más repetitiva y trillada en danza y teatro. Para el consumidor, el espectador, pareciera que sí, que Barcelona es cultura. Pero no nos quedemos sólo con esto, con la cebolla entera. Pasemos a la siguiente capa.

La cultura como estrategia comercial

“Barcelona es cultura” es el slogan con que firma sus publicaciones el Icub (Instituto de Cultura de Barcelona, dependiente del ayuntamiento). “Es parte de nuestra estrategia de venta; queremos posicionar la ciudad como atracción cultural a nivel europeo”, afirma Conchita Rodá, Directora de Comunicación del Icub, ante un auditorio constituido por estudiantes de una maestría en comunicación. Hace unos años, en otra conferencia, el francés Patrick Lamarque, experto en comunicación local, ex asesor de esta ciudad entre otras, señalaba que el primer paso para definir un programa de identidad de una ciudad es elegir un rasgo geográfico, una actividad importante o una característica de sus habitantes y subrayarla hasta que quede asociada al nombre de la ciudad en el inconsciente colectivo. ¿Conchita habrá escuchado a Patrick? Supongo que sí.

Convencidos de que Barcelona es cultura, miles de artistas de toda procedencia llegan aquí cada año, con esperanzas de poder enseñar su obra, encontrar dónde publicar, exponer, tocar y conseguir subsidios. La esperanza dura poco. Pronto descubren que son dos mundos que no se tocan; los funcionarios por un lado, generalmente en los barrios altos y los artistas por otro, en el casco antiguo, acaban realizando sus performances en casas okupadas, por sus propios medios y ante sus pares. Lo que el slogan oculta es el amiguismo imperante a la hora de repartir esos fondos, única explicación para una maraña burocrática que ni Kafka se hubiera atrevido a soñar, en la que el idioma catalán es más una excusa para no resignar privilegios que una lícita expresión de nacionalismo. Los alumnos de la maestría toman nota de la fórmula, seguros de su éxito, dispuestos a repetirla cuando lleguen a funcionarios.

Cultura, sí: de la comunicación...

Y ahí reside una de las explicaciones posibles, la tercera capa de la cebolla, que se va empequeñeciendo: Barcelona es una ciudad atestada -casi intoxicada- de maestrías y diplomaturas en comunicación, de agencias de marketing y relaciones públicas, de expertos en comunicación institucional e identidad corporativa, de asesores que venden sus ideas a funcionarios que no tienen las suyas propias o no tienen la confianza en sí mismos para llevarlas adelante. En el país de los ciegos, el tuerto propone megaeventos, porque dinero sobra, y se lleva su parte del jugoso presupuesto, mientras el resto queda entre los tradicionales apellidos catalanes, fascinados por el nuevo espejito de colores que han adquirido. Se sienta así un precedente “exitoso”, que será imitado hasta el hartazgo. Porque esta es la última capa de la cebolla, la que antecede al vacío. Los planes de comunicación, fórmulas de marketing y grandes eventos que constituyen la gran industria de esta pequeña elite son sólo una puesta en escena, que no resiste el menor análisis y se desmorona como castillo de naipes frente a un par de preguntas de puro sentido común.

Mientras, los artistas jóvenes siguen tocando tambores o pintando en la calle, al margen de cualquier componenda, y la democracia pierde otra oportunidad de realizarse plenamente. Los verdaderos productores de cultura, siguen huérfanos, desamparados, porque la mano del Estado, representada por las instituciones de la cultura, tiene para ellos la forma de un puño cerrado, que retiene lo que debería derramar para regar sus talentos.