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Praga, rehén del Oeste

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La “Florencia del Este” ha vivido en algunos años una transformación fulgurante, símbolo de la transición tan rápida como brutal, del comunismo al capitalismo. Un nuevo matrimonio: en lo bueno, como en lo malo.

“Praga, ahora, es Disneylandia”, decía hace ya algunos años, un intelectual checo entrevistado por la televisión. Después de la Revolución de terciopelo, la ciudad ha pasado a la velocidad de la luz a otro mundo, el del Oeste. En pocos meses, no quedaba nada del ambiente de “antes”. “Antes”, la ciudad de Kafka, inscrita en la bruma, parecía una ciudad de leyenda. Las calles con adoquines, poco iluminadas, parecían alojar fantasmas de otro siglo, escapados de una taberna escondida en el subsuelo, detrás de una puertecita apenas visible por los peatones… Las estatuas del puente Charles, negras de contaminación, parecían a punto de despertarse, cuando uno cruzaba el puente en plena noche, o en pleno día nublado, en invierno, cuando el lugar estaba desierto. Sólo el grito de los pájaros volando sobre el río rompía el silencio. La ciudad, hechizante, irresistible, invitaba a la contemplación durante horas. Uno buscaba el ruido de los pasos de los caballos, arrastrando calesitas del siglo pasado. Ni una tienda de recuerdos, ningún bar de moda para perturbar esta comunicación con la ciudad, para intentar descubrir sus secretos, acceder a su alma.

Por supuesto, esta visión nostálgica y romántica de la Praga de antes disimula una realidad menos sonriente, la de un pueblo aplastado por un sistema, sumiso, aterrorizado, anestesiado.

Ambiente « 1984 »

Esta ciudad disimula, también, el contraste entre los suburbios orwelianos de la capital checa, que todavía se erigen como una imponente muralla cuando uno llega por la carretera. Inmensos bloques de cemento, totalmente uniformes y regulares, en los que era difícil encontrar señales de vida. La pesadez del ambiente era apenas interrumpida por algunos peatones que volvían a su casa, curba la espalda, por las calles invadidas por el viento. “1984” de Georges Orwell, era un “best-seller”, en los libros samizdat (es decir, que circulaban ilegalmente, « bajo el abrigo »), antes de 1989.

Hoy, los suburbios no han ganado en encanto, pero sí un poquito en vitalidad. En algunas partes, un kiosco con periódicos y caramelos “nace” en un cruce, cerca de las estaciones de metro y autobuses, algunas tiendas con productos coloridos han invadido los “centros de vida” comunistas, en los que antes se encontraban algunos servicios (correo, farmacia). Se empieza incluso a construir supermercados y centros comerciales siguiendo la moda del Oeste, cuyo estilo arquitectónico va perfectamente con el del lugar… Al comienzo de los años 90, cuando uno se escapaba de estos suburbios para alcanzar el corazón de la ciudad, el contraste era total. Hervía. Praga se convertía en una ciudad efervescente, terreno de juego de las jóvenes generaciones. Un perfume de ambiente “años 60” se holía en la ciudad. Todo parecía posible, los jóvenes eran optimistas, probaban todo, sin miedo a despertarse. Abrían bares, galerías, sus propias empresas, cerraban e intentaban otra cosa… Muchos intentos se convirtieron en logros. El pueblo, confinado durante años tiene ganas de salir, consumir productos del Oeste, viajar, aprender idiomas extranjeros. Las escuelas privadas de idiomas, las agencias de viaje, los clubes, los restaurantes y los bares proliferan y prosperan. Porque la principal ventaja de la más bella ciudad del mundo, la “Florencia del Este”, es el turismo, sector en el que todo queda por hacer. Sin ningún control, la ciudad se abre con toda su energía. Es una ciudad magnifica pero además “es barata”, constatan los extranjeros, que corren a ella con los ojos cerrados, buscando nuevas distracciones, a menudo sin saber nada del país y poco preocupados por su historia dramática reciente. La industria del transporte captó la idea al vuelo: de repente, es fácil y barato ir a Praga en autobús. Los checos, sorprendidos, descubren así a jóvenes vanidosos apenas mayores de edad, felices de sentirse ricos como reyes que no están en su reino, invadiendo restaurantes elegantes y caros en pantalones cortos y zapatillas, demostrando su nivel de vida sin ningún respeto por la pobreza de los checos, ni por las tradiciones locales: en Praga, se sale poco en estos lugares, el presupuesto no llega, pero cuando uno sale, se viste bien y se “comporta”.

Un juguete barato

Esta ciudad que hace algunos meses parecía estar situada cerca del fin del mundo para cualquier francés, esta de repente mucho más cerca y al alcance de cualquier billetera. “Antes”, había que pedir visa, cambiar obligatoriamente 15 euros por día, sin poder recuperarlo si no los gastabas –y no se gastaban, el nivel de vida era bajo y las tiendas vacías- y viajar en tren duraba 21 horas para alcanzar la ciudad dorada. Y hacia falta dinero: los hoteles eran caros, el viaje en tren también… Esta transformación de golpe, sin concertación, da a la ciudad un aire de regalo embalado. Edificios altos y feos aparecen, destruyendo el bello cuadro que antes representaba la vista de la ciudad, desde el castillo de Praga que la domina. En el corazón de la ciudad vieja, los carteles de publicidad esconden las fachadas de las calles medievales, invadidas de restaurantes de comida rápida y de tiendas de recuerdos baratos, con house music “de supermercado” a todo volumen. Praga se convierte en un gran juguete barato, un inmenso terreno de juego, una base de ocio para turistas.

Difícil parar la maquina. Los checos, traumatizados por la dictadura comunista, son ahora alérgicos a todo lo que puede parecerse, de cerca o de lejos, a un pulso autoritario. Así pues, cuando un periodista checo le pregunta en 1990 a Vaclav Havel, entonces presidente, si le gustan estos nuevos bares ruidosos, vulgares y con poco nivel que invaden la ciudad vieja, rompiendo con el encanto del lugar, contestó: “No, personalmente no me gustan estos lugares, pero ¿con qué derecho puedo impedir a los que los abren hacer lo que les da la gana? ¿Para imponer mis propios gustos?”. El “prohibido prohibir”, en su versión checa, resurge entonces en los espíritus de este país en este fin de siglo veinte. Resultado: apenas acabda la “Revolución de terciopelo”, la ciudad se transformó a 200 kilómetros por hora. “No pasa un día sin que se abra otro café”, reacuerda Martin, un praguense de 35 años y agrega: “Sin haber dejado mi ciudad, tuve la impresión de vivir de repente en otro mundo”.

Caja de manzanas

La nueva Praga ha desarrollado un cierto encanto: una vida nocturna intensa, creativa y delirante, mucho más rica que en París, clubes originales, talleres de artistas que pudieron por fin dejar salir su creatividad… Calles peatonales, hasta ahora impracticables, en la ciudad vieja, limpias y vacias, que abren nuevos caminos en esta ciudad tortuosa… Zizkov, el barrio llamado “gitano”, se convirtió en un lugar lleno de bares y de vida. Sin embargo, la ciudad, si uno se fija bien, no ha perdido todo su pasado. Sigue siendo esa ciudad bucólica, donde es posible dormirse en un campo al lado de la vid, en pleno centro. Donde uno se puede encontrar en el metro con viejecitas llevando cajas de manzanas sobre las rodillas en otoño, y jóvenes con esquíes en los brazos en invierno. Porque el campo no esta lejos, a unas decenas de minutos en tren. Praga sigue siendo una ciudad de la que uno puede irse para el fin de semana o -sueño de una vida- cultivar su huerto, a algunos kilómetros de la capital, en una casita de campo, a menudo modesta y de madera, la “chata”, un lugar casi sagrado. Una ciudad en la que las “hospody”, esas tabernas tan especificas, con sus manteles verde pasado, su cerveza de caña, sus barras y salchichas, siguen estando en la periferia. La ciudad no perdió su alma, a pesar de las apariencias. Pero para volver a encontrarla, hay que tomarse un tiempo: una receta bastante difícil de combinar con el credo de la vida « made in West ».

Translated from Prague otage de l’Ouest