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Los poetas invisibles de Berlín

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"En Ber­lín exis­ten mu­chos poe­tas an­ti­hé­roes, esos que son in­ven­ci­bles, que por ello son in­vi­si­bles, no le temen a nada, so­bre­vi­vi­do­res de crí­sis eco­nó­mi­cas o psi­co­sis so­cia­les. Ve­te­ra­nos del pá­ni­co, crea­do­res de cie­los, pero tam­bién viven en lla­mas, mue­ren y re­su­ci­tan cuan­tas veces sea ne­ce­sa­rio, es algo que no se ex­pli­ca, sino sólo se sien­te."     

Es que hoy Ber­lín en ese sen­ti­do no deja huér­fano a nadie, en ella ha­bi­tan un buen por­cen­ta­je de seres su­rrea­lis­tas, es­cri­to­res, poe­tas, pin­to­res, mar­cia­nitos, enfín fu­tu­ros nue­vos per­so­na­jes de comic, de todas partes del mundo.

Un ve­rano x va­ca­cio­nal me pasé por el ba­rrio de Kotti. Sin saber, si lle­va­ba el móvil en­cen­di­do o apa­ga­do por que nadie me lla­ma­ba; la so­le­dad es cruel dar­ling, en­ton­ces hice una pa­ra­da para tomar un café en el Bat­teau Ivre , sin saber exac­ta­men­te que hora ni que día era.

Sen­ta­do, des­pués de mu­chas horas de ano­tar cosas sin sen­ti­do, entre bo­ca­na­das de humo y café, en mi vieja li­bre­ta, pasó por fín algo ines­pe­ra­do.​En eso se me ape­re­ció un ser con la cha­que­ta de Jack Spa­rrow.​Bar­bu­do y me­le­nu­do al mejor es­ti­lo Con­chi­ta Wurst. Con aros de pi­ra­ta, lle­va­ba tam­bién una pe­cu­liar ma­le­ta an­ti­gua. Des­pués de hacer un con­tac­to vi­sual veloz con él, se sentó a mi lado en la mesa que es­ta­ba fuera del bar.

Me in­tri­gó bas­tan­te que es lo que lle­va­ba en esa  ma­le­ta me­dia­na, ve­tus­ta color trapo viejo. Se me vino a la ca­be­za al ser un per­so­na­je tan ex­tra­va­gan­te, po­dría lle­var den­tro una se­ca­do­ra, un tutú de ba­llet, o siem­ple­men­te mucha ropa (de mujer por que no) o tal­véz  en le peor de los casos una pe­lu­ca Mary­lin Mon­roe o de la corte Luis XVI.  com­par­ti­mos mu­chos ci­ga­rros, can­ti­da­des in­dus­tria­les de café, mi­ra­das irre­le­van­tes, si­len­cios agó­ni­cos ta­qui­car­diá­ti­cos y al­gu­nas char­las in­tra­cen­den­ta­les bi­po­la­res, sin prin­ci­pio ni fin. 

El pi­ra­ta se iba, se mar­cha­ba, me de­ja­ba, como lo hace todo el mundo. Se iba sin mos­trar­me que lle­va­ba en esa ma­le­ta vieja. Hasta que des­pués de morir  unos mo­men­tos, la abrió y en ella exis­tían miles de poe­mas es­cri­tos a mano, re­cor­tes vie­jos de pe­rió­di­co per­di­dos entre va­rios so­bres ama­ri­llen­tos. Con su mano iz­quier­da sacó un sobre y me dijo:

Mira mu­cha­cho, aquí den­tro del sobre tie­nes un poema, ábre­lo des­pués de dos años...

 ¿y por qué tanto tiem­po ? le dije sin pen­sar­lo dos veces. Él me con­tes­tó:

No le ten­gas miedo a la so­le­dad por­que yo he crea­do a Dios...

Des­pués de esas aza­ro­sas pa­la­bras, mu­ri­re­ron otros mo­men­tos más en­cen­dió otro ci­ga­rri­llo y se fue. Al poeta pi­ra­ta, Jack spa­rrow con cara de Con­chi­ta Wurst hasta el día de hoy no le volví a ver.  Hasta ahora tengo guar­da­do el sobre que me dejó y lo guar­do en mi li­bre­ta vieja.

Hasta hoy guar­do la pro­me­sa, ya casi un año que tengo el sobre y cuan­do pase el si­guien­te lo abri­ré para leer el poema que hay en él.