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La responsabilidad de los Estados frente al nacionalismo

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El renacer de los nacionalismos excluyentes debe impulsar a los Estados a estar por encima de las naciones y defender el nuevo espíritu europeo de democracia y proyecto político común.

Decía el filósofo vasco Fernando Savater, en referencia a unas palabras del lehendakari Ibarretxe en las que afirmaba que el proceso de soberanía del País Vasco puede constituir una tendencia generalizada en la Europa de las próximas décadas, que, efectivamente, esto era posible y que más que un proceso, le parecía un peligro para el viejo continente. Reflexionaba Savater que España, que ya fue durante la Guerra Civil desafortunado laboratorio político de una Europa que luego se desharía en el desastre nazi, puede volver a ser ese laboratorio de nacionalismos étnicos y nuevos localismos emergentes de carácter segregacionista.

Esta introducción nos sirve para plantear la hipótesis que argumenta la necesaria (y tardía) ilegalización de Batasuna, y nos remite a un planteamiento que, por obvio, no deja de pasar desapercibido para el debate político corriente sobre el conflicto en Euskadi: el nacionalismo vasco, a diferencia de otros nacionalismos, no admite una fácil gradación en su ideario. El conflicto vasco deriva de un nacionalismo “hecho contra” España como ya se planteaba el fundador del PNV, Sabino Arana, para quien los españoles eran inferiores en raza y espíritu a los vascos, y un obstáculo para el pleno desarrollo nacional (económico, político, cultural...) de su potente pueblo. Lo cierto es que este nacionalismo de raíces nietzschianas sigue hoy nutriendo el discurso, más o menos latente, de los partidos nacionalistas vascos: ser vasco –para ellos- es incompatible con ser español, aunque España y su actual Constitución favorezcan y respeten los intereses regionales (económicos, culturales) de Euskadi.

La responsabilidad de un Estado

Hasta el momento, las ideas nacionalistas moderadas han tenido el beneplácito de los partidos de gobierno para colaborar en tareas de construcción de Estado, como estrategia de integración de demandas regionales en un concepto de solidaridad plurinacional y tolerante. Cuando se han radicalizado, como ha ocurrido con el caso del PNV, tanto la derecha como el centro-izquierda han recelado de su discurso y plantado cara a sus exigencias independentistas, pero jamás se ha planteado su “ilegalización” o su empuje fuera del sistema democrático. Si se ha luchado ideológicamente contra el nacionalismo no violento (aunque no “moderado”), este frente responde a una doble responsabilidad: primero nacional, puesto que el Estado tiene la obligación de defender la pluralidad social e ideológica de sus ciudadanos y evitar imposiciones nacionales obligatorias, como denuncia la plataforma “Basta Ya”.

Por otra parte, existe una responsabilidad política internacional en combatir ideológicamente el avance del nacionalismo radical no violento: detener los peligrosos experimentos micro-totalitarios que pueden seducir, por efecto contagio, a algunas regiones del mosaico nacional que es la rica y desigual “Europa de las Regiones”, y terminar por disolver, o poner en jaque, un proceso iniciado, liderado y garantizado por los Estados miembros.

Pero esta responsabilidad requiere de un planteamiento no sólo político, sino policial y judicial cuando el ensueño se está cobrando vidas humanas, y no digamos arrasando los principios básicos de la democracia: libertad y vida. Batasuna, además de ser partido y plataforma de expresión del pueblo –lo que no es causa de su ilegalización-, constituye estratégicamente el anzuelo político que el terrorismo lanza dentro del Estado democrático para dinamitarlo... Son sus métodos, no sus ideas, lo que persigue porque las ideas, tanto las independentistas (PNV, EA, Aralar) como las socialistas abertzales (Aralar) están sostenidas, en mayor o menor medida, por otra formaciones democráticas.

A Batasuna se la persigue por participar en la eliminación a sangre fría de las ideas que le son contrarias (las que aprueban la Constitución y el Estatuto de Autonomía y que son participadas por un millón de vascos, aproximadamente la mitad de los electores), promoviendo la violencia, justificándola, amparándola institucionalmente desde los ayuntamientos que gobierna, colaborando logística y económicamente con ella: creando cantera de totalitarismo y de odio.

Críticas a la medida

Muchas de las críticas que ha recibido la ilegalización de Batasuna han eludido este núcleo ético y político de la medida, y se han centrado en planteamientos ambiguos que van desde la perspectiva jurídica (que carece de interés y verdadero contenido) hasta otro tipo de consideraciones que tratan de “evitar” posicionarse del lado de quIEN “ilegaliza”. Estas críticas han provenido por lo general de una parte de la izquierda que rememora procedimientos pretéritos que pretendían abolir la libertad de expresión, sacando de su sistema legal a determinadas organizaciones como método para eliminar contenidos políticos.

Pero este temor a que, por prohibición, las ideas abertzales se refuercen o legitimen terminará por diluirse en la realidad más inmediata, en la propia trampa de Batasuna: sus ideas pueden ser expresadas en la democracia actual, y el hecho estratégico de que los miembros de Batasuna se nieguen a hacerlo dentro de una situación de respeto a la vida y a la libertad de expresión, lejos de la barbarie de ETA, los situará en su verdadero lugar: subyugada a ETA y contra la democracia en sí misma como obstáculo que se interpone entre ellos y su proyecto totalitario.

Pero en referencia a determinada crítica a la ilegalización que cuestiona su futura efectividad en la lucha contra el terrorismo, ¿desde cuándo no se ilegaliza, persigue o condena a bandas asesinas por su conveniencia práctica o por su futura eficacia? En segundo lugar, y aquí no podemos más que ofrecer una cábala, una hipótesis, cuesta trabajo imaginar en un escenario aún peor que el que se vive en Euskadi: el de un partido que goza de los privilegios de la democracia para acabar con ella a base de muerte. La experiencia nos dice que no hay vía política que resuelva el conflicto que plantean, a no ser que el Estado español, la Comunidad Foral de Navarra y el Estado Francés cediesen a Batasuna los territorios (¿y qué pasaría con las personas?) que reclama y llevase a cabo su proyecto de socialismo abertzale postindustrial convirtiendo Bilbao en una especie de Estalingrando del siglo XXI.

Un Estado no puede sólo ejercer una defensa pasiva de sus valores, que a su vez son los valores de todos los Estados democráticos, y limitarse a responder por la vía policial a movimientos terroristas sin desarrollar una estrategia global contra todo el complejo de los movimientos fascistas criminales. Al Estado se le exige mostrar activamente, siempre dentro de los límites que marca el Estado de Derecho, su poder para defender la democracia allá donde esta peligre: la democracia ya no es una cuestión de naciones, ni si quiera de Estados. Hay un universalismo democrático, un sentimiento común surgido de la globalización de culturas políticas y de principios éticos, que debe defenderse de las amenazas fascistas, de los sueños étnicos -de derechas y de izquierdas- que quieren hacerla saltar por los aires. Los Estados deben ser los garantes de la democracia en todos los rincones, porque la democracia, a veces, es tan perfecta, tan llena de sí, que puede engendrar sus propios verdugos y puede engangrenarse por completo en cualquier lugar minúsculo.