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La globalización del Sónar

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Cultura

Los escenarios de la decimosexta edición del Sónar se abrieron a geografías hasta ahora inéditas en este festival de referencia de la música electrónica. Durante los tres días y noches, del 18 al 20 de junio, la cita barcelonesa viajó del Congo a Siria, sin olvidar sus señas de origen digitales

Nunca se había visto un hall del Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB) con tanta gente moviendo la cadera, gracias a la orquesta de afro-beat Konono Nº1. Era el primero de los tres días de festival y los congoleños daban finalmente su actuación prevista para el año pasado, anulada por un problema de visados. En pleno auge en los circuitos independientes de los sonidos africanos, el combo liderado por Mawangu Mingiedi demostró cómo se puede utilizar un piano de mano con micrófonos-imanes sacados del desguace para sonar como auténticas máquinas de trance.

La primera jornada diurna también había traído al veterano músico etíope Mulatu Astatke, junto a la banda británica de acid-jazz Helliocentrics, en una combinación que algunos encontraron demasiado limitada para las posibilidades del abisinio.

El día siguiente fue la ocasión para descubrir al cantante sirio Omar Souleyman y su estilo vocal ‘dabke’ que, no solo se acompaña de instrumentos, sino también de una contundente percusión extraída de una computadora. Era muy curioso verle cantar con el pañuelo palestino como los jóvenes que se entusiasmaban en primera fila.

Por la noche, la apoteosis la protagonizaron los lusófonos Buraka Som Sistema, que aplican a su lengua las nuevas enseñanzas del dance-hall, el dubstep y el reggaeton. Una mezcla como se puede intuir explosiva, que repetían por segundo año consecutivo y elevaron a su máxima expresión, en la senda de la batucada angoleña.

Mística digital

En la otra parte del espectro, el mejor y más coherente de los espectáculos fue el del sello berlinés Raster Noton. El sábado por la tarde, las apariciones en el hall del dúo inglés SND y los alemanes Byetone, Alva Noto (su propietario) y Uwe Schimdt, fueron una prueba de que la herencia de Kraftwerk no se ha difuminado y queda mucho más que impostura y techno del montón. Las dos primeras actuaciones crearon un ambiente mágico en la sala, entre la abstracción y la epopeya electro y una parte visual hipnótica, y la salida de Alva Noto lo culminó con su mística digital. Uwe Scnimdt, volviendo a su alter ego Atom, cerró el set con su visión única e irónica de lo que debería ser la música de baile.

Las actuaciones de Ghostly Internacional, BBC Radio y Ed Banger, en cambio, ofrecieron claroscuros. Gran decepción, por ejemplo, para el último hype’ británico encarnado por La Roux, que resulta una mala imitación de los Eurythmics de los ochenta. Divertido como siempre, el inglés Tim Exile, interactuando esta vez con los robots-instrumentos creados por el alemán Roland Olbeter. Y, mención especial para la carpa del Sónar Dôme, que sirvió una vez más para detectar nuevos talentos y disfrutar del hip hop contemporáneo de la mano, entre otros, de Bomb Squad (productor de Public Enemy). Para instantes heréticos, quedó el Convent dels Àngels, con experimentadores locales y el islandés de adopción Ben Frost a punto de derribar las paredes sacras en el procesamiento ruidista de su guitarra.

El retorno de la diva

De noche, el regreso de Grace Jones a sus 61 años significó una grata sorpresa, en medio de unas naves feriales que obligan a incrementar al máximo las revoluciones por minuto. Ella, sin embargo, jugó con su propio tempo, impuso su clase de antigua diva disco, exhibiendo ‘body’ y sus largas piernas, y dio toda una lección a las aspirantes de Operación Triunfo y Star Act que proliferan en las televisiones continentales. Veinticuatro horas más tarde, el pop marciano de Animal Collective tuvo más dificultades para comunicar en esta inmensa nave. La cruz la representaron los hermanos Phil y Paul Hartnoll que también han resucitado Orbital para una gira de directos que tenía parada obligatoria en el Sónar, donde el año 1995 llevaron a cabo unos de los mejores conciertos que se recuerdan. Para su vuelta, han preferido darle al bombo y olvidarse de sus sutilezas melódicas que les situaron en un puesto de privilegio en la electrónica de los noventa. Un desengaño en el guión de este Sónar, que vio además cómo la pareja canadiense Crystal Castles se cargaba uno de los equipos de sonido nocturnos, pero como festival sigue constituyendo un encuentro imprescindible para comprender la globalización de la música.