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Dios existe. Y es argentino.

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Default profile picture laura sali

Nietzsche erró. La teología argentiniana puede demostrarlo. A diferencia de cualquier religión, donde las abstracciones y lo intangible es ley, en el país más austral del mundo existe una que cosecha fe a base de pruebas concretas.

Las pruebas se llaman gambetas, taquitos y goles imposibles. El malabarista capaz de hacerlas, Dios. Y su nombre: Diego Armando Maradona. Por eso el fútbol de las pampas no es deporte, ni diversión ni entretenimiento. Porque con la religión no se juega. Y como en cualquier religión, la futbolística tiene santos y discípulos. Batistuta, Saviola, Caniggia, como otros tantos, se han dedicado a expandirla por todo el mundo y tienen su altar en las regiones más remotas del norte.

Entender el por qué de esta religión ha llevado a decenas de ensayos y explicaciones. Al margen del millonario negocio mundial que mueve los hilos detrás de cada arco, y que es la personificación del mal en esta historia, hay una cuestión mucho más profunda y arraigada que tiene que ver con la idiosincrasia de un pueblo. El fútbol marca identidad, y la respuesta al interrogante ¿de qué club eres?, determinante. Allí no hay “afición” al fútbol. No. Cada mundial detiene literalmente a un país, y ser de Boca o de River es toda una definición ideológica. De la misma forma que lo es ser de izquierdas o de derechas. Al menos, así se vive en Argentina.

La gran diferencia de cómo se vive el fútbol en Europa puede tener cientos de explicaciones tentadoras. Porque, además, Europa es grande. Y tampoco se vive igual en Italia que en Francia. El negocio es el mismo, pero la pasión es otra. Aquí, en el viejo continente, nadie se rasga las vestiduras por un partido de fútbol. ¿El motivo? No es moneda corriente que los niños salgan con la pelota bajo el brazo y se vayan al potrero de la esquina a jugar. Tampoco resulta una marca ideológica –en la mayoría de los casos-, ser de un club o de otro. Y otro gran diferencial podría ser que el fútbol y Operación Triunfo están casi al mismo nivel en materia de entretenimiento.

Materializar sueños

En Latinoamérica, y sobre todo en Argentina, Colombia o Brasil, existe un sentido de pertenencia en el fútbol que concede el beneficio del festejo explosivo ante un partido ganado y de frustración deprimente ante la derrota. Sentido que también genera fanatismos violentos y lamentables. ¿Pero cómo no creer en una religión, la primera en el mundo entero, que ha conseguido materializar los sueños?

Que Maradona, y también muchos otros, hayan conseguido hacer realidad el imposible de trepar de la nada al podio ha dado sus frutos. Que desde el podio haya protagonizado jugadas increíbles y que, casi solo, haya ganado mundiales ha generado que un país entero sienta que ha contraído una deuda impagable con aquel pibito bajito y entrado en quilos que jugaba con la pelota cosida a los pies.

Argentina entera explotó de alegría con el mundial del 86. El gol de la mano de Dios a los ingleses es un recuerdo marcado a fuego en la memoria del país. Así como también quedó marcada a fuego la imagen del 94 de Dios gritando eufórico ante las cámaras, en la antesala del doping que lo dejó fuera de la cancha y del mundial. Ese día, Argentina estuvo de luto, pero aferrada a la esperanza de la bíblica resurrección.

Y es que a Maradona le ha tocado la dura tarea del mesías. En uno de los escándalos a raíz de su adicción a las drogas, declaró –imploró-: “Necesito que me necesiten”. Los argentinos lo necesitaron y lo necesitan. Aunque esta relación visceral haya acabado prácticamente con la persona de Diego y lo haya sometido a una vorágine adictiva y alucinógena mucho peor que las drogas.

Porque Dios no puede fallar. Y Dios no puede morir. Por eso también Maradona encarna la contradicción humana. Y seguirán improvisándose altares cada vez que ingrese en una sala de hospital, y sus miles de fieles seguirán rezándole a Dios para que Dios resista. Y es que, aunque Maradona ya no trabaje de Dios en los estadios, cumplió con su tarea de la creación. La creación de un sueño perdurable.

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