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Crónica de una dependencia

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A un año del estallido argentino, el papel de las empresas y gobiernos europeos

Desde el consenso de Washington (1) y durante el transcurso de toda la década pasada, Argentina fue, para el establishment económico y financiero mundial, el mejor alumno y el ejemplo a seguir que se enseñaba a los demás países tercermundistas. En el lapso de apenas un año, Argentina dejó de ser la niña mimada de los organismos internacionales de crédito para convertirse en “el ejemplo de una sociedad desorganizada” (Paul O’ Neill dixit) e “incapaz de presentar un plan sustentable” (Ann Krueger dixit). ¿Qué sucedió en medio? ¿Cómo tuvo lugar tan pronta metamorfosis? ¿Cuál ha sido el papel de Europa?

Un poco de historia. Los intentos por desarrollar en Argentina un auténtico capitalismo fueron sistemáticamente derrotados por los aliados internos de la corona británica. En nombre del librecambio, se consolidó un modelo económico mal llamado agroexportador, en el cual Argentina vendía su carne a Gran Bretaña, adecuando siempre su producción a las demandas de aquel mercado, e importaba sus manufacturas, ahogando cualquier posibilidad de industrialización, devastando la balanza de pagos del país y condenándolo a la caída de sus precios relativos. Se consolidó así una estructura de país que, sin grandes modificaciones, llegó a mediados del siglo XX.

Es momento de desmentir un lugar común que reza que “la Argentina es un país rico”. Es aún un país con enormes riquezas naturales, cuyas estrategias de producción y modelos de acumulación fueron siempre planificados fuera de su seno y para beneficio extranjero, con la complicidad de una oligarquía terrateniente dispuesta a sacrificar el progreso nacional a favor de su interés particular. La Argentina “granero del mundo” fue un país de ricos extremadamente ricos, con un campo dividido en enormes latifundios, con uno de los peores índices de distribución de la riqueza a nivel mundial. La explotación ganadera extensiva dejaba, ya entonces, a millones de habitantes fuera de la economía formal. Para dar una noción de la influencia británica en el Río de la Plata, basten dos citas. “La Argentina forma parte virtualmente del Imperio Británico”, dijo en 1934, el vicepresidente de la nación, Dr. Julio Roca, en la Bolsa de Comercio de Londres, mientras negociaba un acuerdo comercial. Y sus palabras no expresaban el dolor de quien comprueba un hecho humillante, sino la satisfacción de quien cumple un destino histórico. Años más tarde, en la carta en la que Winston Churchill daba instrucciones a Lord Halifax a la hora de negociar la intervención norteamericana en la segunda guerra, declaraba: “nosotros seguimos la línea de Estados Unidos en América del Sur, tanto como es posible, en tanto no sea cuestión de carne de vaca o cordero” (2) .

Durante la década del cuarenta, tuvo lugar el único intento de industrialización y sustitución de importaciones, que le valió al país el distanciamiento con muchas potencias. En los cincuenta, los cambios políticos trajeron un nuevo marco legal que abría las puertas a la inversión extranjera. Los capitales norteamericanos fueron entonces los más beneficiados. Se abrió a continuación un proceso de puja entre distintos actores sociales, sin que ninguno consiguiera sacarle al resto una ventaja lo suficientemente significativa para imponer su hegemonía. Hasta que, en 1976, el sangriento golpe de estado inauguraría una etapa de depredación del patrimonio estatal y desindustrialización del país que culminaría, en la década del noventa, con la derrota total de los sectores populares y la conformación de un nuevo bloque histórico, en el que tendrían un papel protagónico grandes empresas europeas, de propiedad mixta o semipública.

Para explicar el proceso de privatizaciones de empresas públicas argentinas abierto en 1990, es necesario recurrir a la noción gramsciana de “transformismo político”. El transformismo era, para Gramsci, la captación sistemática de los cuadros populares por parte de las elites por medio del soborno, destinada a descabezar cualquier protesta. El transformismo en Argentina se llevó a los dos partidos mayoritarios por completo, divorciándolos de su base tradicional y afirmando la alianza con los capitales extranjeros. Este transformismo les permitió a las empresas oferentes prácticamente decidir sobre el precio de los activos a adquirir, la adjudicación de las licitaciones y los marcos regulatorios para cada actividad. En síntesis, la corrupción argentina, a la que se hace mención con frecuencia, fue impulsada y fomentada, pues era uno de los pilares sobre los que descansaba la estrategia de acumulación del capital financiero. Se trató de una corrupción estructural, permanente y generalizada. El discurso mediático políticamente correcto suele, con justicia, denunciar la corrupción de los funcionarios públicos. Pero olvida que, por cada mano de un funcionario que recibe un soborno, hay una mano de un empresario que lo paga. Durante todo el proceso de privatizaciones, las denuncias por corrupción fueron presentadas por la prensa o de oficio por ciudadanos y abogados. No se registran casi casos de empresarios que denunciaran pedidos de soborno. Muchas de estas empresas –Telefónica, Repsol, Aerolíneas-, se aseguraron por esa vía la explotación de mercados mono u oligopólicos, lo cual además de garantizarles rentas extraordinarias, les otorgaba un poder decisivo en la formación de la estructura de precios y rentabilidades comparativas del país (en síntesis, de su competitividad).

Las empresas españolas fueron las que obtuvieron mayor tajada. A modo de ejemplo, sólo por el transformismo puede una petrolera como Repsol, sin pozos propios, adquirir a otra como YPF, rica en reservas de crudo, a precio de remate: 13 millones de dólares, que recuperó en los dos primeros ejercicios. Ni siquiera un bar o un restaurante devuelven tan pronto la inversión. El vaciamiento de Aerolíneas Argentinas, controlada por Iberia, es otro capítulo vergonzoso de la historia reciente... Las cuotas de la privarización fueron pagadas... ¡liquidando activos! El proceso concluyó, como era esperable, a fines de 2000 con una Argentina asfixiada por el déficit, sin crédito externo y casi sin activos para enajenar, luego de que, durante una década, la absurda paridad cambiaria les garantizara a las privatizadas una divisa fuerte en la cual enviar las remesas de dinero a sus casas matrices. En detrimento, claro, de las arcas del Estado.

¿Son importantes las inversiones españolas en Argentina? Lo son, al punto de que, en plena crisis, fueron primero el canciller Josep Piqué y luego el propio Aznar, quienes llamaron a las autoridades argentinas para pedir que no devaluaran. ¿Han creado empleo? No, han aumentado la rentabilidad reduciendo costos, es decir, personal. ¿Han agregado valor a la economía? No, se han limitado a comprar activos ya existentes, lejos de correr riesgos, en posiciones oligopólicas o monopólicas, paradójicamente sin dejar de demandar subsidios estatales. ¿Han perdido dinero? No. Siguen ganando, aún con una moneda devaluada en un trescientos por ciento en un año. Simplemente ganan menos, si se compara con los fabulosos beneficios que obtuvieron durante una década. ¿Por qué, entonces, anuncian pérdidas, según ellos causadas por sus posiciones en Argentina? Para justificar nuevas reducciones de personal y aumentos de tarifas... en España.

El capital no tiene nacionalidad. Sucedió en Malasia y Ecuador, pero también en Rusia y luego Argentina. Nadie está a salvo. ¿Cómo comenzaba el poema de Bertold Bretch? “Primero se llevaron a los...”

(1): El “Consenso de Washington” es la expresión consagrada para denominar el acuerdo en las instituciones financieras internacionales a partir de mediados de los años setenta que consagraban el principio del neoliberalismo internacional y el fin de la era del keynesianismo del Estado del Bienestar. La expresión se debe al hecho que tanto el Banco Mundial como el Fondo Monetario Internacional tienen sede en la capital de Estados Unidos.

(2): “Memorias de Winston Churchill”, Tomo VIII, Editorial Boston, Buenos Aires